Читаем Un Puerto Seguro полностью

No se dijeron nada, pero la niña siguió observándolo y por fin se sentó otra vez en la arena. Hacía menos frío en aquella postura. Al igual que ella, el artista llevaba jersey, además de vaqueros y unos zapatos náuticos muy gastados. Poseía un rostro afable, curtido y muy bronceado, y la niña advirtió que sus manos eran hermosas. Aparentaba más o menos la misma edad que su padre, cuarenta y tantos. Al rato, el hombre se giró para ver si seguía allí, y sus miradas se encontraron, pero ninguno de los dos sonrió. Hacía mucho que el artista no hablaba con un niño.

– ¿Te gusta dibujar? -preguntó por fin.

No imaginaba por qué seguía allí si no era porque aspiraba a convertirse en artista. En caso contrario, a esas alturas ya se habría aburrido. En realidad, lo que le gustaba a la niña era estar cerca de alguien en silencio, aunque ese alguien fuera un desconocido. Le producía una sensación agradable.

– A veces -repuso con actitud cautelosa.

A fin de cuentas, era un desconocido, y la niña conocía bien las reglas al respecto. Su madre siempre le advertía que no hablara con desconocidos.

– ¿Qué te gusta dibujar? -inquirió el hombre sin mirarla mientras limpiaba un pincel.

Poseía un rostro apuesto, cincelado y de mentón hendido. Había algo sereno y poderoso en su porte de hombros anchos y piernas largas. Aun sentado en el taburete, se apreciaba que era alto.

– Me gusta pintar a mi perro. ¿Cómo puede pintar esas barcas si no están?

Esta vez, el hombre se volvió hacia ella con una sonrisa, y sus miradas volvieron a encontrarse.

– Me las imagino. ¿Te gustaría probar? -propuso al tiempo que le alargaba un cuaderno pequeño y un lápiz, consciente de que la niña no se iría.

La pequeña vaciló un instante, pero por fin se levantó de la arena, se acercó a él y cogió ambas cosas.

– ¿Puedo dibujar a mi perro? -preguntó con una expresión muy seria en su delicada carita, halagada por el hecho de que el pintor le hubiera ofrecido el cuaderno.

– Por supuesto; puedes dibujar lo que quieras.

No se presentaron, sino que se limitaron a permanecer sentados uno junto al otro durante un rato, cada uno trabajando en su obra. La niña dibujaba con gran concentración.

– ¿Cómo se llama tu perro?

– Mousse -repuso ella sin apartar la vista de su dibujo.

– Pues no tiene aspecto de alce, [1] pero es un buen nombre -declaró el artista antes de proceder a corregir un detalle en su cuadro con el ceño fruncido.

– Es un postre francés de chocolate.

– Eso está mejor -murmuró el artista, de nuevo satisfecho.

Estaba a punto de dejarlo por aquel día. Eran más de las cuatro, y llevaba en la playa desde la hora de comer.

– ¿Hablas francés? -preguntó, más por preguntar algo que por interés, y se sorprendió al ver que la niña asentía.

Hacía años que no hablaba con un niño de su edad, y no sabía qué decirle. Pero la pequeña se había mostrado muy tenaz en su silenciosa presencia. Además, el artista reparó en que, aparte del cabello rojo, se parecía un poco a su hija. Vanessa llevaba la melena rubia y lisa muy larga a su edad, pero se advertía cierta semejanza en la actitud y la pose. Con los ojos entornados casi le parecía ver a su propia hija.

– Mi madre es francesa -añadió la niña mientras contemplaba su obra.

Había topado con el problema que siempre se le presentaba cuando dibujaba a Mousse, las patas traseras.

– Echemos un vistazo -propuso el hombre mientras alargaba la mano hacia el cuaderno, consciente de su consternación.

– La parte de atrás nunca me sale -se quejó la pequeña al tiempo que se lo daba.

Eran como un maestro y su alumna, y el dibujo creó un vínculo instantáneo entre ellos. La niña parecía hallarse muy a gusto con él.

– Te enseñaré… ¿Puedo?

Le pedía permiso antes de intervenir en su trabajo, y la niña asintió. Con unos trazos cuidadosos de pincel, el artista corrigió el problema. A decir verdad, el dibujo era un retrato bastante fiel del perro, aun antes de la mejora.

– Está muy bien -alabó, devolviéndole la hoja antes de guardar el cuaderno y el lápiz.

– Gracias por arreglarlo. Esa parte nunca me sale.

– La próxima vez te saldrá -aseguró él mientras empezaba a guardar las pinturas.

Empezaba a refrescar, pero ninguno de los dos parecía darse cuenta.

– ¿Se va a casa?

Parecía decepcionada, y al contemplar aquellos ojos color coñac se le ocurrió que estaba muy sola, lo cual le conmovió. Algo en ella lo atormentaba.

– Se está haciendo tarde.

Y la niebla se tornaba cada vez más espesa.

– ¿Vives aquí o estás de visita?

Ninguno de los dos sabía el nombre del otro, pero no parecía tener importancia.

– He venido a pasar el verano.

Pronunció aquellas palabras sin emoción alguna, y era evidente que casi nunca sonreía. Aquella niña lo intrigaba; se había colado en su tarde solitaria, y ahora parecía haberse forjado un lazo extraño e inefable entre ellos.

– ¿En la urbanización? -le preguntó, suponiendo que procedía de la parte norte de la playa.

La niña asintió.

– ¿Vive usted aquí? -inquirió ella a su vez.

El pintor señaló con la cabeza una de las casitas que se alzaban a sus espaldas.

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