– Ya me gustaría a mí.
– Enviar la información por e-mail sólo habría llevado dos minutos. ¿Por qué no lo hiciste?
– Nuestras líneas no son seguras.
– Eso no impidió que recibieras un fax.
– Si hubiera mandado una copia a la central, no me habría llevado conmigo la memoria USB.
– ¿Existe otra copia?
– No.
Atado a la silla, Epkeen estaba empezando a sudar. Terreblanche dejó caer su fusta. Sus ojos húmedos se cubrieron con un velo: le hizo una seña a Debeer, que acababa de conectar los electrodos a la máquina que había sobre la mesa. El grueso afrikáner se sorbió la nariz subiéndose el cinturón del pantalón y luego se colocó a la espalda del prisionero. Lo agarró del pelo y le sujetó con fuerza la cabeza hacia atrás. Brian trató de soltarse, pero el poli de Hout Bay tenía mucha fuerza: Terreblanche le enganchó una pincita en el párpado inferior, y la otra en el otro párpado…
Los ojos de Epkeen ya estaban húmedos de lágrimas. Las pinzas le mordían la carne de los párpados como si fueran tenazas de metal; ya era bastante doloroso de por sí, pero eso no era nada comparado con lo que sintió cuando enchufaron la corriente.
6
Mzala no se reunió con los demás en Hout Bay como habían convenido, sino en Constantia, una zona de viñedos y mansiones aristocráticas en la que nunca había puesto los pies. Él también tendría pronto un palacio en el campo, vino y putas a mansalva. Un millón en dólares valía la pena hacer ciertos sacrificios… Mzala dejó una pequeña bolsa sobre la mesa del salón.
– Está todo aquí -dijo.
Advertido de su llegada, Terreblanche acababa de subir del sótano; abrió la bolsa y apenas se inmutó ante los trozos de carne sanguinolentos. Lenguas cortadas. Habría unas veinte dentro de la bolsa de tela, una masa viscosa que vertió sobre la madera pulida. El aspecto era repugnante, se trataba, en efecto, de lenguas humanas. Veinticuatro en total.
– ¿Están todos aquí?
Mzala sonrió con la misma expresión de satisfacción de un animal ahíto.
– Bien… Hay gasolina en el garaje. Quema todo esto en el jardín.
El cabecilla de la banda se puso a recoger las lenguas de la mesa.
– ¿Quién es la chica que está en la habitación? -preguntó como quien no quiere la cosa.
– ¿Quién te ha dejado entrar?
– La he visto por la ventana, al cruzar el jardín… No está nada mal la tía…
Mzala seguía sonriendo.
– Ni se te ocurra tocarle un pelo -le avisó Terreblanche-, todavía la necesito… intacta -precisó, a modo de advertencia.
– ¿Para qué la necesitas?
– Tú ocúpate de tu barbacoa en el jardín.
El dentista apareció en la puerta del salón. Rick no conocía al negro con cicatrices en la cara que hablaba con Terreblanche: no veía más que sus uñas afiladas y los movimientos de sus dedos manchados de rojo. Vio los pedazos de carne sanguinolenta sobre la mesa y balbució:
– ¿Cuan… cuándo nos vamos?
– Pronto -contestó el jefe-. ¿Has preparado tus cosas?
– Sí… Bueno, casi…
Mzala se tomaba su tiempo para recoger su botín. Rick se armó de valor para preguntar:
– ¿No hay otra opción con Ruby? Quiero decir…
– Demasiado tarde, muchacho -lo interrumpió Terreblanche-. Ahora ella también está implicada… Has jugado con fuego, VDV… El ex de tu novia investigaba el caso, hay que ser tonto…
– Ruby me dijo que era guardia de tráfico -se disculpó Rick.
– Anda ya…
– Es la verdad.
– ¿Es él el viejo amigo del que me hablaste? -se burló Mzala.
Se oyó un grito en el sótano. Allá abajo un hombre debía de estar pasando un mal rato. Mzala olvidó un momento sus lenguas:
– ¿Necesita que le eche una mano, jefe?
Terreblanche le indicó que no con un gesto.
– Hablaremos de eso más tarde -dijo, para zanjar el tema con el dentista-. Prepara tus cosas: el avión despega dentro de una hora.
– Sí… Sí…
Rick no había tenido el valor de despedirse de Ruby. Su pasado lo había alcanzado, errores de juventud que había que poner en el contexto de la época. Su silencio había tenido un precio (¡¿qué se imaginaba Ruby, que uno se convertía en íntimo de los famosos con una simple consulta de dentista en Victoria?! ¡¿Qué se había comprado esa finca con su pensión del ejército?!). Terreblanche había conservado informes de su puño y letra, experimentos llevados a cabo al margen de Project Coast, en los que figuraban los nombres de los prisioneros políticos. Si eso se filtraba a la prensa del corazón, el «dentista de los famosos» podía ir tragándose su instrumental. Rick había obedecido las órdenes, como antes. Kate Montgomery era una presa fácil: bastaba echar una ojeada a la agenda de Ruby y asunto arreglado. Pero su ex lo había echado todo a perder. Rick lo sentía por ella, y también por él: su vida fluía ante sus ojos, y sabía que nada podría contener la hemorragia. Tenía que abandonarlo todo, lo que había construido en los últimos veinte años, marcharse del país y empezar de cero…
El sol lamía las primeras parcelas de viñas más allá del jardín. Rick dio media vuelta y se dirigió hacia la habitación del piso de arriba. Se llevaría lo que había en la caja fuerte, unos dólares, algunas joyas…