Читаем Zulú полностью

– Si alguien me hubiera dicho que moriríamos juntos… -rezongó ella.

– Ayúdame a levantarme en lugar de pensar en tonterías.

Ruby lo agarró de un brazo:

– ¿Qué piensas hacer?

– Ayúdame, te digo.

Las lágrimas de Epkeen caían solas sobre el parqué. Al ponerse en pie, se sintió como un faro en medio del mar, pero veía mejor las formas: las persianas bajadas, la ventana sin picaporte, el secreter, la silla coja de madera, y a Ruby, con las mandíbulas apretadas para no gritar… Era una tipa dura, no flaquearía. Pegó la cara a las láminas de la persiana bajada: se distinguían los frutales del jardín y las viñas que se extendían por las laderas grises de Table Mountain… Aunque lograran escapar, no llegarían muy lejos, maltrechos como estaban.

– Tenemos que largarnos de aquí -dijo.

– Vale.

Brian evaluó la situación: no era como para tirar cohetes.

– Si Terreblanche no nos ha liquidado todavía es porque piensa utilizarnos.

– ¿De qué, de rehenes? No vales nada en el mercado, Brian. Y yo menos todavía.

No se equivocaba. Señaló sus manos, aprisionadas bajo la cinta adhesiva:

– Tú que tienes buenos colmillos, intenta morder esto.

– Ya lo he intentado, listo. Mientras estabas fuera de combate. Pero está demasiado dura -le aseguró.

– Pero entonces yo no ejercía ninguna presión a la vez: vuelve a intentarlo.

Ruby resopló, se arrodilló a su espalda y buscó una grieta en la cinta.

– ¡Venga, muerde!

– Es lo que estoy haciendo -gruñó ella.

Pero la cinta era dura y estaba demasiado apretada.

– No lo consigo -dijo, tirando la toalla.

Los pájaros piaban en el jardín. Por más que pensaba, Epkeen sólo veía una solución: un truco de prisionero político… La sola idea, dado su estado, le arrancaba suspiros próximos a la agonía.

– ¿A qué distancia de aquí está la casa más cercana? -preguntó.

– A un kilómetro más o menos. ¿Por qué?

– No tenemos elección, Ruby… No veo que nadie vigile el jardín: con un poco de suerte, podrás llegar a las viñas antes de que nos alcancen. Corre a refugiarte sin mirar atrás y ve a casa de los vecinos a llamar a la policía.

– ¿Ah, sí? -Ruby fingió sorpresa-. ¿Y cómo me transporto hasta tus viñas? ¿En sueños?

– La ventana no tiene más que un simple cristal -dijo Brian en voz muy baja-: si consigo romperlo, tendrás alguna oportunidad de escapar. En diez segundos llegas a las viñas. Para cuando los tipos se den cuenta y reaccionen, ya estarás lejos.

Ruby frunció el ceño.

– ¿Y tú?

– Yo te sigo.

– ¿Y si hay alguien vigilando fuera?

– En el peor de los casos, te mata.

– ¿Y ése es tu plan?

– Al menos te hará ganar tiempo.

Ruby negó con la cabeza, su sonrisa de doble cara no la convencía demasiado.

– Olvidas una cosa, Brian: ¿cómo vamos a romper el cristal?

– Tengo la cabeza dura -dijo él.

Ruby hizo una mueca que torció su hermoso rostro.

– Romper el cristal a cabezazos: vaya birria de plan.

– Ya, pero mola.

Ruby se lo quedó mirando como si estuviera completamente loco:

– Sigues igual de chalado.

– Vamos -se impacientó él-, no perdamos tiempo.

Arrimó la silla del secreter bajo la ventana:

– Así podrás saltar más fácilmente… ¿Estás preparada?

Ruby hizo un signo afirmativo con la cabeza, concentrada en su objetivo. Sus miradas se cruzaron un instante: miedo, ternura y recuerdos mezclados. La besó en la boca sin que a ella se le ocurriera morderlo, retrocedió hasta la puerta y evaluó la trayectoria ideal. Ruby se mordía los labios, preparada para salir corriendo. Por fin, Brian apartó todo pensamiento de su mente y se lanzó de cabeza contra la ventana.

Según sus cálculos, tenía una probabilidad entre dos de no contarlo: su cráneo impactó contra el cristal, que se rompió. Ruby ahogó un grito. La cabeza de Brian quedó atrapada entre las láminas de la persiana, lo que impidió que saliera por la ventana: se quedó un segundo atascado antes de desplomarse entre los trozos de cristal.

La luz del jardín deslumbró a Ruby. El cristal de la habitación estaba roto en parte, y los árboles, a tan sólo unos metros de distancia. Se precipitó, olvidando las hojas de cristal que estriaban el cielo, se subió a la silla y franqueó la ventana con los ojos cerrados. De un salto, estaba fuera. Sus piernas se tambalearon sobre la tierra agrietada, sentía gotear sangre tibia sobre sus párpados, pero ya no pensó más que en correr. Se abrió camino entre los árboles, evitando las ramas bajas. Sólo quedaban diez metros hasta las viñas.

– ¡No la matéis! -gritó una voz a su derecha.

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