Ruby alcanzó los primeros cultivos. Dobló la espalda y corrió veinte metros en línea recta antes de torcer bruscamente a la izquierda. Los arbustos le arañaban la piel, las manos atadas a la espalda frenaban su loca carrera, pero recorrió, jadeante, otra hilera entera de vides antes de atajar hacia el norte. Alrededor de un kilómetro hasta alcanzar la casa de los vecinos. Ruby corría a través de las viñas cuando un golpe detuvo su trayectoria. Cayó de bruces contra el suelo. Un peso enorme se abatió de inmediato sobre ella. De sus labios escapó un grito de dolor: con la rodilla clavada en sus riñones, el hombre la sujetaba con fuerza. Acudieron de la casa, unas sombras surgían entre las viñas…
– ¿Dónde te creías que ibas, putita? -gruñó Terreblanche.
Ruby tenía la boca llena de tierra. El plan de Brian era un desastre. Y, decididamente, la vida no albergaba ninguna sorpresa para ella.
Epkeen esperaba apoyado en la pared de la habitación, grogui. El impacto no lo había matado, pero lo había dejado inconsciente. Un milagro: los guardias lo habían encontrado tirado en el suelo, entre los fragmentos de cristal y de persiana arrancada. Ocupados en perseguir a la chica que escapaba por la ventana, lo dejaron ahí con sus heridas abiertas y organizaron la batida. Ruby no llegaría muy lejos, Brian lo sabía.
De hecho, ahí volvía, con un buen corte en la frente. Su bonito vestido estaba hecho jirones, tenía arañazos en los brazos y la cara y los hombros llenos de sangre. Terreblanche la tiró sobre la cama, como un juguete que a nadie le interesa ya.
– Átales los tobillos -le ordenó a Debeer-. Y barre esos cristales: no se vayan a cortar, pobrecitos…
Humor de militar. Ruby lanzó una mirada desamparada a Brian, que tenía parte del cuero cabelludo arrancado. Debeer empezó por él.
– Ya los desatarás cuando estén muertos -dijo el jefe.
Era la segunda parte de su plan: la primera descansaba en mitad del salón, con la bala del poli en la nuca. Terreblanche había previsto eliminar a Van der Verskuizen y a su chica antes de llegar al aeródromo -parecería un robo con un desenlace fatal-, pero los últimos acontecimientos habían modificado sus planes.
– Ponles una primera inyección de cuatro centímetros cúbicos: deja que actúe el producto antes de pasar a la segunda… Estarán inconscientes y no opondrán ninguna resistencia.
Debeer asintió mientras su jefe borraba sus huellas del arma del policía.
– Después, matarás a la chica con esta arma -dijo, dejando el revólver sobre el secreter. No te olvides de los guantes, ni de dejar las huellas del poli en la pipa. Tiene que parecer un asesinato en un arrebato de locura, seguido de una sobredosis, ¿entendido?
– Afirmativo.
Debeer era el encargado de los trabajos sucios. No le gustaba especialmente, pero bastaba con no pensar en ello. El jefe dejó un maletín de cuero en el suelo: dentro había un torniquete, jeringuillas, droga, el mango de una azada…
– Viola a la chica antes de matarla -precisó-. Es importante para la autopsia… Luego te reúnes conmigo como hemos convenido.
Ruby se acurrucó en la cama, con los ojos fuera de las órbitas.
– Nadie creerá que se trate de un asesinato -dijo Epkeen desde la pared-: todo el mundo sabe que nos queremos con locura.
– ¡Sí! -aseguró Ruby.
Terreblanche no se dignó siquiera mirarlos:
– Ejecuta el plan.
La primera inyección fue como un trueno en un cielo ya negro. Epkeen sintió subir el calor hasta sus mejillas, propagarse en un espasmo a todos sus músculos y correr por sus dedos. La sensación de fuego era intensa, aunque más sutil que con las corrientes eléctricas de antes: pasó del dolor a la insensibilidad, se quedó a medio camino entre la indiferencia y la dinamita, evitando por poco la implosión. Por fin, una vez encajado el primer golpe, llegó el milagro: la colada de lava que arrastraba sus venas, los fragmentos de cristal clavados en su cabeza, en sus riñones, ya no sentía nada. La Tierra pulverizada bajo sus pies, el olor a piel y el fuego del incendio lo arrasaban todo desde el suelo hasta el techo. Un largo desgarro lo tumbó, como una llanura bajo la luna.
– ¡No me toques!
La voz surgió de ninguna parte. Brian abrió unos ojos hinchados.
– ¡No me toques, joder! -repitió la voz.
Epkeen se estremeció: Ruby estaba ahí, muy cerca de él. Sentía su aliento en la boca.
– ¡Pero… si no te estoy tocando! -protestó.