El cañón de su arma apuntaba a las tinieblas. Las sillas estaban vacías, el silencio encerrado en una maleta en el fondo de su cabeza. No había nadie. Avanzó por el pasillo helado, sentía la tibieza de la culata en la palma de la mano. Distinguió la columna junto al altar, el paño blanco, las velas apagadas… Neuman se detuvo en mitad del pasillo. Había una forma negra detrás del altar, una silueta de contornos nítidos, que parecía colgar de la cruz… Josephina. Le habían atado las muñecas con una cuerda al gran Cristo de madera; su cabeza descansaba sobre su pecho, gacha, inerte, con los ojos cerrados… Ali se acercó a su rostro y le acarició los párpados. Se le había corrido el maquillaje, un rímel azul manchado de lágrimas. Acarició su mejilla con un gesto mecánico, largo rato, como para tranquilizarla. Pronto terminaría todo, sí, pronto terminaría todo… Se multiplicaban las imágenes en su cabeza, confusas. Le temblaban las mandíbulas. No sabía cuánto había durado, pero su madre ya no sufriría más: el Gato le había clavado un radio de bicicleta en el corazón.
Neuman retrocedió un paso y soltó el arma. Su madre estaba muerta. Se le había venido a los labios una bocanada de sangre que había manchado su vestido blanco y su hermosa piel negra, sangre coagulada pegada en su barbilla, su cuello, su boca entreabierta… Vio los cortes en sus labios… Tajos… Hechos con un cuchillo… Ali le abrió la boca a su madre y se estremeció: no tenía lengua. Se la habían cortado.
El grito le taladró las sienes. Zwelithini. La exhortación guerrera del último rey zulú, antes de la matanza de su pueblo…
Zwelithini: «que tiemble la tierra».
Beth Xumala vivía sumida en el miedo, como todos los policías de los townships -miedo de que derribaran su puerta en mitad de la noche y la violaran, de que la mataran para robarle su arma de servicio, miedo del asesinato ciego perpetrado en plena calle, miedo de las represalias si detenían a un tsotsi importante-pero le encantaba su trabajo.
– ¿Sabe disparar? -le preguntó Neuman.
– Era una de las mejores de mi promoción sobre blancos en movimiento -contestó la constable.
– Ésos no contraatacan.
– A éstos no les dejaré tiempo para hacerlo.
Stein, su compañero de patrulla, era un albino corpulento de uniforme impecablemente planchado. Él tampoco había imaginado nunca que algún día trabajaría con el jefe de la policía criminal de Ciudad del Cabo, y menos todavía en ese tipo de intervención. Se ajustó el chaleco antibalas y comprobó los cierres.
Los primeros rayos de sol despuntaban sobre la fachada acribillada de balas del Marabi. La guarida de los americanos estaba cerrada a cal y canto, la entrada, protegida por una valla metálica, y las ventanas, tapadas con tablones y placas de chapa. No había señales de vida. También la calle estaba extrañamente tranquila.
– Vamos -dijo Neuman.
– Tal vez deberíamos esperar a que lleguen los refuerzos -aventuró Stein.
– Limítense a cubrirme las espaldas.
Neuman no esperaría a los Casspir de Krugë, ni a la ayuda renuente de Sanogo. Armó el fusil de pistón que había encontrado en el maletero del coche patrulla y avanzó. Stein y Xumala vacilaron -les pagaban dos mil rands al mes por tratar de mantener la ley, no por morir en una operación suicida contra la banda más importante del township, pero el zulú ya había rodeado el edificio.
A su señal, los dos agentes treparon al tejado vecino. Neuman ahogó un gemido al aterrizar en el patio trasero del shebeen.
Avanzó evitando las papeleras reventadas y las latas de refresco diseminadas aquí y allá y llegó el primero a la puerta de hierro que daba a la sala de juego.
– Al primer gesto sospechoso, disparen -dijo en voz baja.
Los agentes estaban muy nerviosos. Neuman tendría que apañarse con ellos… El blindaje se remontaba a los tiempos del apartheid, y la cerradura, a los del Gran Trek43: Neuman inclinó el fusil de pistón y disparó dos veces seguidas. El cierre estalló en pedazos. Stein derribó la puerta de una patada. Neuman irrumpió en el salón privado: a la derecha, el almacén y las habitaciones de los tsotsis, a la izquierda, la de Mzala. Fue directo a su objetivo, entró por la puerta entornada y apuntó con el fusil al colchón del cabecilla de la banda.
Una mujer desnuda descansaba en la penumbra. Una mestiza rechoncha, a la que había visto el otro día con el Gato. Miraba el techo amarillento de la habitación, con los ojos desorbitados, degollada. Su ropa cubría el suelo de baldosas, pero el armario estaba casi vacío. Neuman se arrodilló despacio y le abrió la mandíbula. Ella tampoco tenía lengua…
– ¡Capitán! -gritó Beth desde el dormitorio de los tsotsis-. ¡Capitán!
El zulú se incorporó sin notar ya el dolor en las costillas. El agente Stein estaba llamando de nuevo a los refuerzos por radio desde el pasillo cuando volvió su compañera, lívida.
– Están todos muertos -dijo.