El sacerdote lo confirmó con un gesto, sin expresión. Neuman inspeccionó el cuerpo. Visiblemente, la chica había tratado de defenderse: tenía marcas rojas en las muñecas y una uña rota. La hoja del cuchillo le había seccionado el esófago y luego la lengua… El asesinato había tenido lugar unas doce horas antes. Neuman echó un vistazo en derredor al mobiliario, las estanterías y la sopa que la muchacha había estado preparando en la cocina contigua…
– ¿Desde cuándo trabajaba Sonia para usted? -le espetó Neuman al hombrecillo asustado.
– Desde el año pasado… Fue ella quien acudió a mí… Una muchacha perdida, que quería expiar sus pecados ayudando al prójimo, respondiendo así a la llamada del S…
Neuman agarró al sacerdote de la sotana y lo estampó contra la pared.
– Hace ya tiempo que el Señor está mudo -dijo entre dientes-: a la hermana de su asistenta la mataron por una historia de droga suministrada a niños de la calle, y Sonia estaba en contacto con los que había por aquí. ¡¿Y bien, qué tiene que decirme?!
– Yo no sé nada…
– Un chico con un pantalón corto verde, Teddy y otro con una cicatriz en el cuello, ¿le suenan de algo?
El sacerdote se estremeció, entre las garras del coloso.
– ¡Sonia! -se atragantó-. Era Sonia quien se ocupaba de servirles la sopa…
Neuman pensó en el jardín, en las casetas…
– ¿Tienen animales?
– Gallinas… También algunos cerdos, conejos…
Arrastró al hombrecillo hasta el huerto. Hacinados en sus conejeras, los animalillos olisqueaban las rejillas: algo más lejos, las gallinas picoteaban entre la paja como si fuera agua hirviendo. Una construcción de piedra con tejado de chapa hacía las veces de porqueriza al fondo del jardín, junto a un abrevadero en el que había estancada un poco de agua salobre. Neuman desenfundó su Colt 45 y, de un balazo, reventó el candado.
Un olor nauseabundo lo recibió en el interior de la caseta. Los tres cerdos que se revolcaban en el fango acudieron gruñendo al otro lado de la barrera de madera: un macho, el más gordo, y dos hembras con el morro rosa cubierto de excrementos.
– ¿Qué les da de comer?
El sacerdote se había quedado en el quicio de la puerta.
– De todo… todo lo que pillo por ahí…
Neuman abrió la barrera del box y liberó a los animales. El hombrecillo quiso hacer un gesto para retenerlos -los cerdos iban a arrasar su preciado huerto- pero cambió de idea. Neuman se inclinó sobre la cloaca. Sacó su navaja y con la hoja removió la masa infecta en la que chapoteaba. Entre los desechos aparecieron unos huesos: huesos humanos… La mayor parte estaban roídos por los cerdos… Por el tamaño, parecían huesos de niño… Los había a montones…
El Boulder National Park albergaba una colonia de pingüinos del Cabo. Los animalillos brincaban libremente por la playa de arena blanca, y las olas estruendosas les servían de trampolín. Neuman caminó a zancadas regulares por la arena mojada.
Zina lo esperaba en las rocas, entre el rocío de mar que el viento arrojaba contra su vestido. Lo vio llegar desde lejos, como un gigante incongruente entre los pingüinos que se balanceaban, y se apretó con más fuerza las rodillas dobladas. El caminó hasta el arrecife, y dirigiéndose a ella, asesinó toda idea de amor:
– ¿Tienes el documento?
A su lado, sobre la roca, había una carpetilla de plástico. Zina quería hablarle de ellos dos, pero nada encajaba en ese decorado.
– Es todo lo que he podido conseguir -dijo.
Neuman olvidó los cohetes negros que explotaban en su cabeza y cogió la carpeta. El documento no tenía membrete ni mención que permitiera identificarlo, pero contenía un informe completo sobre el hombre al que estaba buscando.