Neuman dirigió el fusil hacia la terraza, pero las dos siluetas se habían refugiado en el interior de la casa. Un hombre en camiseta surgió del edificio prefabricado, con un arma en la mano: su cabeza saltó en pedazos. Sin duda en ese barracón dormían los hombres de Terreblanche. Se despertarían todos y organizarían el contraataque… Neuman apuntó a las paredes, cerca de las ventanas de la casa y, metódicamente, vació el cargador. Un tiroteo ciego que sembró el pánico al atravesar las paredes. Oyó gritos y el tableteo de las primeras ráfagas que rasgaban el silencio de la noche. Cogió el segundo cargador, que había dejado sobre la arena, lo metió en la recámara y disparó uno a uno treinta nuevos proyectiles: pronto el dormitorio de la tropa quedó como un colador. Un tipo trató de escapar, pero Neuman frenó su huida en seco de una bala en el plexo. Los supervivientes se mantenían ocultos en el interior.
Unas balas pasaron silbando a pocos metros de él, agujereando la arena. Al final habían localizado su posición… Neuman armó su último cargador y rebuscó entre las tinieblas. Vio a un hombre en la entrada del edificio prefabricado, con un fusil ametralladora en la mano, escondido detrás de la puerta: dirigía señales febriles a sus compinches, invisibles… Neuman disparó doce balas de calibre 7,62, que pulverizaron la puerta y lo que había alrededor. Herido en una pierna, un hombre se arrastraba para escapar del francotirador. Neuman lo remató de un tiro en la mejilla.
El zulú ya no respiraba, concentrado como estaba en su tarea. Una silueta cruzó el campo infrarrojo: el hombre salió corriendo del barracón y corrió en zig-zag hacia la granja. Neuman lo siguió en un baile macabro y, con una presión mínima sobre el gatillo, lo derribó de bruces contra el suelo.
Tenía los dedos rígidos, y la respiración, enterrada en el fondo de las tripas. Por fin se relajó. No había un solo movimiento bajo la luna… Abandonó el estuche del Steyr en su sudario de arena, recorrió la cresta y corrió duna abajo, gimiendo. Se oyó entonces un ruido de puertas de coche cerrándose en la noche. Neuman paró de correr, jadeante, y dirigió la mira del fusil hacia la granja: un 4x4 escapaba hacia el oeste, levantando una nube de polvo.
Disparó seis balas a ojo, que se perdieron entre la niebla…
Un silencio de muerte se abatió sobre la extensión desértica. Neuman no pensaba en nada. Sólo quedaba el viento nocturno que soplaba entre los tablones destrozados, el fusil que sostenía como un desesperado y el Toyota aparcado en el patio.
Las huellas de neumáticos se perdían en dirección al mar: cien kilómetros de dunas y de llanuras de piedras a través de uno de los parques nacionales más grandes del mundo. Neuman seguía las líneas paralelas que corrían bajo los faros, agarrado con fuerza al volante para atenuar el dolor en las costillas.
Había descubierto siete cuerpos en el edificio prefabricado, entre los cuales el de un joven blanco que se sujetaba el vientre, temblando, y al que había dejado morir allí mismo, sin rematarlo. Quitando los cadáveres del patio, la granja estaba vacía: había encontrado armas y munición en el almacén, pero Terreblanche y Mzala habían escapado. Su intención sería llegar a la pista de Walvis Bay atajando por el desierto, pero Neuman no se despegaría de ellos. Había evacuado todo pensamiento parásito que pudiera impedirle realizar su tarea. Inspeccionaba las dunas al otro lado del parabrisas, cada vez más altas conforme se adentraba en el Namib. El Toyota se bamboleaba sobre la arena blanda, dando bandazos, y a cada brinco sentía una punzada de fuego en el costado. Se agarró con más fuerza al volante.
Un chacal pasó corriendo delante de sus faros. Neuman conducía, ardiente de fiebre, cuando después de un cambio de rasante los vio de pronto: dos puntos rojos fosforescentes, entre las dunas… Neuman se detuvo a trescientos metros y apagó los faros en lo alto de una loma. Abrió la puerta del vehículo y los observó con la mira infrarroja del Steyr. El 4x4 parecía bloqueado. Se habían atascado en la arena. Alertado por los faros del Toyota, Mzala había soltado la pala para refugiarse detrás de la carrocería: Terreblanche se reunió con él, un fusil ametralladora en la mano. Ahora estaban los dos escondidos detrás del gran todoterreno, acechando a un enemigo invisible…
Neuman apoyó el cañón del Steyr sobre la puerta del Toyota y apuntó al depósito. Disparó cinco proyectiles, en vano. Era un vehículo blindado…
Neuman vaciló, sentía la camisa empapada en sudor. Por fin dejó el fusil en el asiento del copiloto, abrió su navaja y se sentó al volante. El 4x4 era un vehículo blindado, pero no el Toyota… Un plan sencillo, suicida.