Читаем Zulú полностью

La noche era aún negra, las dunas, contornos borrosos bajo las estrellas. Neuman levantó al hombre tendido en el suelo y, sin una palabra, lo ayudó a caminar.

Tardaron casi una hora en alcanzar las carcasas humeantes.

El zulú sudaba sangre y agua, y Terreblanche no había dejado de gemir en todo el trayecto: se desplomó junto a los 4x4, sin fuerzas. Un olor acre emanaba aún de los vehículos, y todo el valle apestaba. Los restos de Mzala descansaban algo más lejos, una forma negra y consumida que le recordaba a su hermano Andy… Muy ocupado en vendarse la herida con un pañuelo, Terreblanche no le dirigió una sola mirada a su cómplice: tenía la tez cérea a las primeras luces del alba. El veneno empezaba a hacer efecto… Neuman comprobó de nuevo el funcionamiento de su móvil, sin éxito: no había cobertura.

Un velo de inquietud le ensombreció el rostro.

– ¿A cuántos kilómetros está la pista? -le preguntó a Terreblanche.

El ex militar apenas levantó la cabeza.

– Walvis Bay -dijo-. A unos cincuenta.

– ¿Y la casa más próxima?

El otro hizo un gesto evasivo…

– Por aquí no hay más que arena…

Neuman hizo una mueca. La granja estaba a más de treinta kilómetros… Calibró el azul del cielo sobre la cresta de las dunas. Los vehículos no funcionaban y no acudía nadie a rescatarlos: sin embargo hacía más de una hora que se habían incendiado…

Terreblanche desgarró un trozo de su camiseta para sustituir al pañuelo empapado. La sangre empezaba a coagularse, pero la herida le dolía de manera espantosa. Se le estaba hinchando el brazo. Miró de reojo al policía negro que escrutaba el cielo, preocupado, como si esperara alguna señal. Terreblanche comprendió entonces por qué:

– ¿Sabe alguien que estamos aquí? -preguntó.

– No.

El desierto del Namib era uno de los lugares más calientes del mundo. A mediodía, la temperatura alcanzaba los cincuenta grados a la sombra, setenta al sol: sin agua, no aguantarían ni un solo día.

<p>9</p>

Hace tiempo que los científicos sabían que los genes no eran objetos sencillos: las relaciones entre genotipo y fenotipo eran tan complejas que impedían toda descripción elemental de los genomas de una persona y los fenómenos patológicos que sufría. Esta complejidad de la materia viva aumentaba aún más si se tomaban en cuenta los aspectos diversos de la estructura social en la que cada uno está insertado, su modo de vida y su entorno, que contribuían al determinismo a menudo imprevisible de las enfermedades -un indio de la selva amazónica no padecía siempre los mismos males que un europeo-. Poco importaba, pues las investigaciones llevadas a cabo por los laboratorios farmacéuticos no estaban destinadas a los países del sur, que no podían costearlas. Dado que las limitaciones éticas y jurídicas eran demasiado rigurosas en los países ricos (en especial el código de Núremberg, adoptado paralelamente a los juicios a los médicos nazis), los laboratorios habían deslocalizado sus ensayos clínicos, que ahora se ubicaban en los países «de bajo coste» -India, Brasil, Bulgaria, Zambia, Sudáfrica- donde los cobayas, en su mayoría personas pobres y sin cuidados médicos, podrían gozar de los mejores tratamientos y de un material puntero a cambio de su colaboración. Dado que para que un medicamento fuera aprobado antes había que probarlo en miles de pacientes, los laboratorios habían subcontratado dichos ensayos clínicos a organismos de investigación, entre los que se contaba Covence.

Tras años de búsqueda, Rossow había elaborado una nueva molécula capaz de curar los males que aquejaban a millones de occidentales -ansiedad, depresión, obesidad…-, un producto que garantizaría un volumen de negocios extraordinario.

Sólo quedaba probarlo.

Con sus townships cada vez más abarrotados, Sudáfrica y la región del Cabo en particular constituían una cantera excelente: no sólo los pacientes eran innumerables y vírgenes de todo tratamiento, sino que también ocurría que, tras las dramáticas conclusiones vinculadas a problemas de degeneración y otros efectos no deseados del producto que se estaba experimentando, se había hecho imposible proseguir dicha investigación de manera transparente. Frente a la competencia encarnizada de los laboratorios, la rapidez era una baza crucial: se había optado pues por una unidad móvil situada cerca de los townships donde se realizarían las pruebas sobre cobayas dóciles y sin ataduras, niños de la calle, de los que nadie se preocuparía.

Para limitar los riesgos, se les inoculaba el virus del sida, extremadamente eficaz. La ventaja era doble: la esperanza de vida de los sujetos se limitaba sobremanera, y la enfermedad, endémica en Sudáfrica no despertaría sospechas si algo salía mal.

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