Читаем Zulú полностью

– Le he traído ropa limpia -dijo.

– ¿Qué quiere, una medalla?

La mestiza avanzó tímidamente, se cruzó con la mirada acusadora de Epkeen y dejó lo que traía en la silla junto a la cama.

– Krugë le ha comido el tarro, ¿eh? -le dijo él con altivez.

Janet bajó la cabeza como una niña a la que estuvieran regañando, triturándose los dedos.

– Todo lo que hemos reunido es indefendible ante un tribunal -se justificó-. No tenía elección. Está en juego mi carrera… -Levantó sus grandes ojos húmedos de lágrimas-. No tenía noticias de usted desde ayer por la mañana… Pensé que lo habían matado…

Epkeen no se creía sus excusas.

– ¿Tiene información sobre Rossow? -le espetó.

La agente Helms apretó sus labios oscuros.

– ¿Lo ha localizado? ¿Sabe dónde se lo puede encontrar?

– No estoy autorizada a hablarle de ello -dijo por fin.

– ¿Orden del jefe?

– El caso está cerrado -se defendió ella.

– Se olvida de Neuman… Krugë le ha pedido que me sonsaque, ¿es eso?

Janet Helms tardó un momento en responder.

– ¿Sabe dónde está?

– Si así fuera, hace tiempo que me habría largado de aquí -dijo Epkeen en tono perentorio.

La agente de información suspiró. Era obvio que no se decidía a hablar. Brian la dejó debatirse consigo misma un rato más. Esa chica lo asqueaba. Ella lo percibió.

– Hay algo que no les he dicho a los hombres de Krugë -dijo por fin-. Falta un fusil Steyr de la armería… El capitán Neuman firmó el volante para poder llevárselo: ayer por la mañana.

Un arma de francotirador.

El corazón de Brian se puso a latir a mil por hora: Ali iba a matarlos. A todos.

Con o sin el consentimiento de Krugë.

Brian caminaba sobre un alambre invisible en el pasillo del hospital de Park Avenue. Como el médico se negaba a darle el alta en su estado, había firmado un escrito de descargo, para que lo dejaran de una vez en paz, y había pedido ver a Ruby Petición denegada: acababa de salir del coma y descansaba después de la triterapia de emergencia que acababan de administrarles a ambos… Llamó a Neuman desde el teléfono del hospital, por si acaso, pero no había cobertura.

El asfalto se reblandecía bajo el sol de mediodía cuando el afrikáner salió del edificio público. Sólo veía un filtro turbio detrás de sus ojos quemados, lo demás se diluía. Sentía ganas de vomitar. Náuseas. Se compró unas Ray Ban de diez rands en los puestos del mercadillo de Greenmarket, se hizo con un móvil y recogió su coche en el sótano de la comisaría. La luna trasera estaba pulverizada y el parabrisas tenía una raja de parte a parte, pero el Mercedes arrancó a la primera…

And then, she… closed…

Her baby blue…

Her baby blue…

Oh… her baby blue… EYES!!!

Las cenizas revoloteaban en el habitáculo del Mercedes. Epkeen tiró el cigarro por la ventanilla y subió hacia Somerset. Le seguía doliendo terriblemente la cabeza, y su conversación en el hospital lo había dejado hecho un manojo de nervios. Krugë enterraba el caso por motivos que se le escapaban, o más bien que lo superaban. Pero Brian no se dejaba engañar tan fácilmente. Frente a la competencia de los mercados mundiales, los Estados soberanos apenas podían hacer nada para poner coto a las presiones de las finanzas y del comercio globalizado, so pena de ahuyentar a los inversores y amenazar su PNB: hoy en día, el papel de los Estados se limitaba a mantener el orden y la seguridad en medio del nuevo desorden mundial dirigido por fuerzas centrífugas, extraterritoriales, huidizas, inasibles. Ya nadie creía de verdad en el progreso: el mundo se había vuelto incierto, precario, pero la mayoría de los que partían el bacalao estaban de acuerdo en sacar tajada del pillaje que llevaban a cabo los filibusteros de ese sistema fantasma, mientras esperaban el final de la catástrofe. Los excluidos iban quedando relegados a las periferias de las megalópolis reservadas a los ganadores de un juego antropófago en el que la televisión, el deporte y la mediatización del vacío canalizaban las frustraciones individuales, a falta de perspectivas colectivas.

Obligado o forzado, Krugë era un tipo pragmático: no iba a poner en peligro las inversiones en el país que se preparaba ya para organizar la gran feria del balón por una banda de niños de la calle, cuyo destino oscilaba entre un casco de botella lleno de tik y una bala perdida. Neuman era su única esperanza, una esperanza que llevaba casi dos días sin dar señales de vida…

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