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Según la información de la antigua militante del Inkatha, Terreblanche había establecido su base en una reserva junto a las dunas de Sesriem: no llegaría antes del anochecer… Una vieja locomotora que tiraba de unos vagones destartalados escupió su humo negro a la salida de Keepmanshoop, antes de desaparecer entre las rocas. Los kilómetros desfilaban, espejismo permanente bajo los vapores del asfalto. Brian tenía la garganta seca pese a los litros de agua que había bebido, y sentía los ojos como si se los hubiera secado con un secador eléctrico. La policía de la frontera tenía su descripción, Krugë podría reprocharle haber actuado sin autorización, pero le traía sin cuidado. El Mercedes, lanzado a todo gas, de momento aguantaba el tirón. Después de conducir kilómetros y kilómetros en un horno, Epkeen abandonó la nacional birriosa y tomó la pista de Sesriem.

Ya no se cruzó más que con springboks poco hostiles que descansaban a la sombra de arbolillos enclenques, un gran kudú que escapó corriendo al verlo acercarse y un niño en bicicleta que llevaba una botella de agua hirviendo en la cesta. Llegó a las puertas del Namib con las primeras luces del crepúsculo.

El parque de Sesriem era fantasmagórico en esa época del año. Estiró las piernas en el patio y preguntó al afable funcionario que repartía los billetes de acceso a la reserva, pero ningún «Neuman» figuraba en sus fichas.

– No he visto más que turistas aislados -dijo, consultando su registro-. Blancos -precisó.

Epkeen volvió a llenar el depósito y el radiador antes de adentrarse en el desierto. La granja de Terreblanche estaba a unos cincuenta kilómetros, en algún rincón del Namib Naukluft Park… Tiró lo que quedaba de su bocadillo al suelo del coche y se reconcilió con un cigarrillo.

Una urraca despanzurraba a un chacal atropellado cuando el Mercedes abandonó el sector de alquitrán. Las dunas de Sossuswlei eran de las más altas del mundo: rojo, naranja, rosa o malva, los colores variaban según las perspectivas y la curva del sol en el cielo. Un paisaje dantesco que Epkeen apenas miraba, enfrascado como estaba en el mapa. Siguió la pista principal durante unos doce kilómetros, tomó hacia el oeste y no tardó en detenerse ante una barrera metálica.

Un cartel en varias lenguas prohibía el acceso a la finca, protegida ostentosamente por kilómetros de alambrada: Epkeen derribó la verja y se adentró por la pista llena de baches.

Una tormenta cruzó el cielo como en alta mar, estriando el horizonte con surcos eléctricos. Ali le llevaba cerca de dos días de ventaja: ¿qué había hecho durante todo ese tiempo?

Nubes coléricas corrían velos de lluvia sobre la llanura sedienta; Brian atisbo por fin una construcción a la sombra de las dunas, una granja prolongada por barracones prefabricados.

La manada de órix que descansaba en la llanura huyó despavorida cuando el hombre detuvo su vehículo al borde de la pista. La granja, a lo lejos, parecía desierta. Cogió unos prismáticos de la guantera e inspeccionó el lugar. La granja bailó un momento en su línea de mira: el viento le había quemado los ojos, pero no descubrió ningún movimiento. Unos halcones volaban en círculo en el cielo anaranjado… Vio entonces una mancha en el camino. Un hombre. Tendido, inmóvil. Un cadáver… Había otros más junto a los anexos prefabricados, al menos seis, que las urracas se disputaban; y otro más en el patio…

***

Neuman y Terreblanche habían esperado a la sombra de las carcasas calcinadas, pero no había aparecido nadie: la matanza en la granja, los disparos, la explosión de los depósitos, los vehículos incendiados, todo había pasado inadvertido. Las dunas gigantes debían de haber ocultado el fuego, y la noche, las columnas de humo. El sol había trepado a lo alto del cielo, un sol que te mordía la piel, hacía hervir la chapa e impedía estar mucho tiempo de pie. Seguían esperando y no llegaba nada. Ningún avión de reconocimiento que cruzara el azul del cielo, ninguna nube de polvo levantada por alguna patrulla de Rangers… El horizonte seguía de un azul cobalto, puro y desesperadamente vacío.

Un lagarto amarillo se refugió bajo la arena ardiente.

– Nos vamos a asar aquí -vaticinó Terreblanche, apoyado contra el flanco ennegrecido del Toyota.

Ya no manaba sangre de su herida, pero su rostro carmesí tenía surcos largos y profundos. El veneno de la araña se había extendido por su cuerpo y había empezado a paralizarle los miembros. El calor no disminuía. Se le habían incrustado granos de arena en los labios cortados, y un resplandor enfermizo gravitaba en el fondo de sus ojos, la sed.

– Ahorra saliva para tu juicio -le dijo Neuman.

– No habrá juicio… No tiene ninguna prueba…

– Sólo tú… Y ahora cierra el pico.

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