Читаем Zulú полностью

Epkeen volvió a su casa a toda velocidad y, totalmente hecho polvo, se tumbó en el sofá del salón. La inyección de Debeer lo había sumido en un estado aterrador, y la noche que había pasado delirando en el hospital había terminado de dejarlo K. O. Un caballo muerto en el fango. Se quedó así un momento, juntando los trozos de sí mismo dispersos por ahí. La atmósfera de la casa de pronto se le antojó siniestra. Como si ya no fuera suya, como si las paredes quisieran echarlo… ¿El fantasma de Ruby, espectro contaminado por el virus, que venía a vengarse de él? Ahuyentó esos delirios de yonqui en pleno mono, se tomó dos analgésicos y puso el último disco de Scrape. A todo volumen, ya se encargarían los cuervos de limpiarlo todo… De hecho, pronto pasó un velo negro por encima de él, desplomado sobre el sofá. La música rugía en el salón, tan fuerte como para arrancarle la piel al cielo. Las ideas se le fueron organizando despacio en la cabeza… Qué más daba ya el doble juego de Janet Helms: Ali había roto el contacto para tener las manos libres. Y si había sacado un arma de francotirador de la armería era porque sabía dónde estaban los asesinos…

Mzala: huido.

Terreblanche: inencontrable.

La banda de los americanos: liquidada.

Los niños: un montón de huesos.

Epkeen dio mil vueltas al enigma en su cabeza abollada por los golpes y por fin comprendió: la bailarina del Inkatha.

***

La Rhodes House era la discoteca elegante del City Bowl, donde se reunían entre dos rodajes las modelos y las estrellas de la publicidad, una actividad lucrativa que se explicaba en parte por la luz excepcional de que gozaba la región.

Una clientela masculina satisfecha de sí misma acudía en masa aquella noche bajo la mirada del portero, un chavalín cachas: el que no estuviera moreno y no llevara una camisa blanca abierta sobre el pecho tenía pocas probabilidades de entrar. Con su vendaje en la cabeza, sus andares de robot oxidado y sus ojos escarlatas, Epkeen parecía estar en las últimas. Le enseñó la placa al tipo que permitía la entrada al local y encontró hueco en el bar, situado por encima del escenario.

Llegaba al final de la actuación. Entre tambores zulúes y pared de sonido eléctrico, Zina arrancaba las cuerdas de una guitarra incandescente bajo los resplandores cegadores de los focos. Brian entornó los párpados para calmar su vértigo, con los nervios en fusión. Breve momento de osmosis. Al final del seísmo, Zina se desvaneció hecha humo, bajo un diluvio de acoples de micrófono…

Las luces se encendieron poco después y sonó un hilo musical que cubría las voces. Brian quiso pedirse una copa, pero el camarero, un tío engominado, fingía no verlo. Una vez terminada la atracción de la noche, las modelos volvieron a la pista de baile donde los casanova vestidos de Versace ligaban con su sombra malhumorada. Epkeen acechaba la salida de los artistas, sintiéndose para el arrastre. La triterapia le daba unas náuseas de caballo. La líder del grupo salió por fin de su camerino; Epkeen se presentó en medio del jaleo y la acompañó al bar. Llevaba un vestido escotado e iba descalza. Era un bellezón.

– Ali me había hablado de una antigua militante del Inkatha -le dijo al llegar a la barra-, no de una furia eléctrica.

– Ali me había hablado de un amigo -replicó ella-, no de una momia.

– ¿Le gusta mi vendaje?

Zina hizo una mueca al ver sus heridas.

– ¿Es de adorno?

– En realidad, me duele horrores.

La bailarina arqueó una ceja.

– Es usted bastante gracioso para ser blanco -le dijo bajo los focos.

– ¿Quiere que la invite a una copa?

– No.

De todas maneras, los clientes habían asaltado literalmente al camarero engominado. Zina se acodó a la barra húmeda.

– ¿Quería hablar conmigo?

– Ali no da noticias desde ayer -dijo Epkeen-. Lo estoy buscando. Es muy urgente, para serle sincero.

El sonido del bajo vibraba en los altavoces. El rostro de Zina no traducía la más mínima emoción.

– No parece sorprendida -observó Epkeen-. Antes de desaparecer fue a verla a usted, ¿verdad?…

Zina olvidó sus vendajes y se zambulló en sus ojos verde agua.

– Nos vimos, sí…

– ¿Para hablar sobre Terreblanche?

La bailarina asintió con la cabeza. Al afrikáner se le aceleró el pulso.

– Es importante -le dijo-. ¿Tiene usted alguna información sobre él?

Un velo de melancolía ensombreció el rostro de la bailarina.

– Sé que Terreblanche compró una granja en Namibia -dijo por fin-. Hace dos años, a través de una sociedad… Una antigua base de entrenamiento en pleno desierto del Namib. Eso parecía interesar a su amigo. No yo.

Epkeen no vio las perlas que surgieron en sus ojos. Namibia: al romper el contacto, Ali rompía también sus vínculos con la ley. Epkeen sintió un subidón de adrenalina. Apuntó los datos en su cajetilla de tabaco y se volvió hacia la africana escultural, que seguía acodada a la barra.

– ¿Hay alguna posibilidad de que nos volvamos a ver con vida? -le preguntó.

Zina sonrió en medio de la fauna nocturna.

– Lo siento, hermoso príncipe: a mí el que me gustaba era el rey zulú…

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