El rostro colorado del entrenador se descompuso lentamente. Botha era conocido por las broncas que echaba a sus jugadores en los descansos y por su amor por el rugby duro, sin miramientos. Ese poli canijo y afeminado lo había dejado KO.
– Judith… Judith tenía que revisar sus parciales, con su amiga Nicole. En su estudio… En eso habían quedado.
– ¿Nicole qué más?
– Wiese… Nicole Wiese. Estudian juntas en la universidad.
Los delanteros caían como moscas bajo el sol.
– ¿Tiene su móvil? -quiso saber Fletcher.
– ¿El de Nicole? No… Pero tengo el de su padre -añadió de pronto-. Las niñas se conocen desde pequeñitas.
– ¿Tiene alguna idea del lugar donde pueden haber ido anoche?
– No…
– ¿Judith tiene novio?
– Deblink… Peter Deblink. Vive en Camps Bay -añadió Botha, como si aquello pudiera ser una garantía de moralidad-. Sus padres tienen un restaurante al que solemos ir mi mujer y yo…
– ¿Estaban juntos anoche?
– Ya le he dicho que Judith había quedado para repasar para los parciales con su amiga de la universidad.
– Su hija le mintió -replicó Fletcher.
Los delanteros jadeaban, agotados, pero Botha ya no los veía: si el cadáver era el de su hija… Sintió que se le endurecían los muslos y se le erizaba el vello. Entonces el móvil de Fletcher vibró en el bolsillo de su chaqueta. Con un gesto de disculpa para el entrenador, muy pálido, contestó a la llamada. Era Janet Helms, su compañera.
– Acabo de hablar por teléfono con Judith Botha -le dijo-: está en Strand, con su novio, no ha encendido el móvil hasta ahora…
El nudo que tenía en el estómago se disolvió.
– ¿La has puesto al corriente?
– No -contestó Janet-. Me imaginé que preferirías interrogarla tú.
– Has hecho bien… Dile que la espero en casa de sus padres.
A pie de campo, Botha tendió el oído. Pendiente de sus labios, buscaba un indicio, el que fuera, que le dijera que su hija estaba viva.
– Su hija está en la playa -le dijo Fletcher.
Los hombros del deportista se hundieron. Su alivio duró poco: Dan marcó el número de Neuman, que contestó al instante.
– Ali, soy yo. Creo que tengo el nombre de la víctima: Nicole Wiese.
5
– Es ella…
Los dedos de Stewart Wiese se entrelazaban como boas ante el mármol gris. La sala olía a antiséptico, pero por mucho que se esforzara el forense en hacer que su hija fuera algo más presentable, nada de eso iba a aplacar su rabia: de la tristeza ya se ocuparía después con su mujer.
Stewart Wiese había jugado de segunda línea en los Springboks: campeón del mundo en el 95, había formado parte unas cincuenta veces de la selección nacional, tenía muslos de búfalo y un cráneo con el que habría podido reventar una piedra de un cabezazo. Los campos de rugby lo habían entrenado para encajar golpes, el afrikáner había recibido bastantes y él a su vez había maltratado bastantes cuerpos, pero, como jugador que era, sabía de sobra que los golpes que no se ven venir son los más violentos. Ahora la niña de sus ojos, su hija mayor, ya no tenía ojos, ni nada que pudiera recordarle los rasgos de su Nicole.
– ¿Quiere sentarse?
– No.
Wiese debía de haber cogido unos quince kilos desde los tiempos en que jugaba, pero había conservado intactas las ganas de pelearse con el mundo. Apartó con un gesto el vaso de agua fresca que le ofrecía la ayudante del forense y le lanzó una mirada aguerrida a Neuman. Pensó en su mujer, loca de dolor antes incluso de que se confirmara el asesinato, en el abismo que se abría, cada vez más grande, bajo sus pies.
– ¿Tiene idea de quién es el hijo de puta que ha hecho esto?
No era tanto una pregunta como una amenaza.
Neuman observó la foto de la hija de Stewart, una muchacha rubia que acababa de cumplir dieciocho años y que residía en el 114 de Victoria, el barrio elegante de Camps Bay, en la periferia de la ciudad. Nicole Wiese: una muñequita bonita, al verla te daban ganas de comprarle un helado de vainilla, no de destrozarle el rostro con un martillo.
– Imagino que su hija no tenía enemigos -se aventuró Neuman.
– Ninguno así.
– ¿Permiso de conducir?
– No.
– Sin embargo, Nicole no fue andando a Kirstenbosch: ¿tiene idea de quién pudo haberla acompañado?
Wiese se retorcía las manos para no temblar.
– Nicole nunca habría salido por ahí de noche con desconocidos -dijo.
Miraba el rostro pulverizado de su hija como si fuera el de otra persona. No quería creer que el mundo no fuera más que una ilusión banal. Un castillo de naipes.
– ¿Cree en la teoría de que su hija era la persona equivocada y que esto ha ocurrido por encontrarse en el lugar y en el momento equivocados? -preguntó Neuman.
La rabia que estaba conteniendo estalló de golpe:
– ¡No, yo lo que creo es que esto es obra de un salvaje: un salvaje que se ha ensañado con mi hija! -Su voz retumbó en el aire helado-. ¡¿Quién si no puede haber hecho una cosa así?! ¡¿Quién si no?! ¡¿Me lo puede decir?!
– Lo siento mucho.
– No tanto como yo -replicó Wiese, sin aflojar las mandíbulas-. Pero esto no quedará así. No: no quedará así…