Kirstenbosch, museo vivo, plantas alambicadas, árboles y flores multicolores dispuestos en una marea vegetal al pie de la montaña: Brian se cruzó en el césped con un faisán, que se alejó con una burla, y caminó hasta el bosquecillo de acacias.
Su Majestad estaba un poco más lejos, había encorvado su metro noventa de estatura bajo las ramas y hablaba en voz baja con Tembo, el forense. Detrás de ellos, medio fundido por el sol, esperaba de pie un viejo negro vestido con un peto verde y tocado con una gorra que le quedaba grande. Un equipo del laboratorio tomaba huellas en el suelo, y otro terminaba de sacar fotos. Epkeen saludó a Tembo, que ya se marchaba, con su sombrero de fieltro que recordaba a los de los músicos de jazz, y también al viejo negro con su peto de empleado municipal. Neuman lo esperaba antes de marcharse.
– Tienes mala cara -dijo al verlo.
– Pues si esto te parece mala cara, verás dentro de diez años…
Epkeen descubrió entonces el cuerpo en mitad de las flores: su aplomo, bastante maltrecho ya desde que se había despertado, se hundió un poco más.
– El caballero la ha encontrado esta mañana -dijo Neuman, volviéndose hacia el jardinero.
El viejo negro no decía nada. Se veía que no tenía ni pizca de ganas de estar allí. Epkeen se inclinó hacia los iris, no sin antes tomarse su ración de betabloqueantes. El cuerpo de la chica yacía de espaldas, con las rodillas dobladas, pero fue la cabeza lo que le hizo retroceder: no se distinguían sus ojos, ni sus rasgos. La habían borrado del mapa, y sus manos crispadas hacia un agresor a la vez invisible y omnipresente la habían dejado como petrificada en el miedo…
– El crimen tuvo lugar esta madrugada, hacia las dos -dijo Neuman con voz mecánica-. El terreno está seco, pero hay flores pisoteadas y manchadas de sangre. Probablemente de la víctima. No hay impacto de bala. Todos los golpes se concentran en el rostro y en la coronilla. Tembo se inclina por un martillo o un objeto similar.
Epkeen observaba los muslos blancos de la muchacha, moteados de sangre, unas piernas todavía algo rollizas, la chica debía de tener la edad de David. Ahuyentó tan aterradoras imágenes y vio que estaba desnuda bajo su vestido.
– ¿Violada?
– Es difícil determinarlo -contestó Neuman-. Junto al cadáver se ha encontrado un tanga, la goma estaba intacta. En todo caso, ha habido relación sexual. Queda determinar si fue consentida o no.
Epkeen pasó el dedo por el hombro desnudo de la chica y se lo llevó a los labios: la piel tenía un ligero sabor a sal… Se puso los guantes de látex que le tendía Neuman, examinó las manos de la víctima, sus dedos extrañamente crispados (había algo de tierra bajo las uñas) y las marcas que cubrían sus brazos: pequeños arañazos, casi rectilíneos. El vestido estaba roto en varios sitios, agujeros que eran como enganchones.
– ¿Tiene dos dedos rotos?
– Sí: en la mano derecha. Probablemente trató de protegerse.
Dos enfermeros esperaban en el camino de tierra, con la camilla en el suelo. Empezaban a hartarse de estar tanto rato quietos bajo el sol. Epkeen se incorporó, sentía las piernas como dos flanes.
– Quería que lo vieras antes de retirar el cuerpo -dijo Neuman.
– Gracias, Majestad. ¿Se sabe quién es?
– Hemos encontrado una tarjeta de videoclub a nombre de Judith Botha en el bolsillo de su chaqueta. Estudiante universitaria. Dan ha ido a comprobarlo.
Dan Fletcher, el protegido de ambos.
Los insectos zumbaban bajo las acacias del Jardín Botánico. Epkeen osciló un instante al azar de sus trayectorias, pero dos soles negros se reflejaban en los ojos de Neuman: el presentimiento que arrastraba desde el amanecer seguía ahí.
La ambulancia, con su sirena a pleno volumen, había formado un corrillo de curiosos delante del Seven Eleven de Woodstock: un cuerpo sobre la acera, gente asustada que se llevaba las manos a la cabeza, y entonces aparecieron los hombres de la unidad de intervención, con su chaleco antibalas… Dan Fletcher recorrió la sucia avenida del barrio popular antes de bifurcar para tomar la M 3. Si bien hasta entonces parecía que Ciudad del Cabo estaba escapando a los brinks, esos actos de terror cotidianos de los que era epicentro Johannesburgo, ese tipo de escena era cada vez más frecuente, incluso en pleno centro. Una evolución inquietante, de la que no dejaba de hacerse eco la prensa sensacionalista.