Epkeen apretó la culata de su arma, ahora ya estaba despierto del todo. No sabía por qué lo había dejado todo abierto, o más bien sí se figuraba por qué: los rizos pelirrojos en su dormitorio. De todas formas la casa era demasiado grande para él, ya no se trataba de una cuestión de sistema de seguridad… Avanzó hacia el vestíbulo, presa de sensaciones contradictorias. El silencio parecía haberse fundido con las paredes de la casa, el trino de los pájaros había quedado en suspenso. Epkeen, que acababa de rodear el tabique, se quedó estupefacto por un momento: el ladrón estaba ahí mismo, de espaldas, rebuscando en los bolsillos de su chaqueta, milagrosamente colgada del perchero.
El intruso acababa de encontrar dos billetes de cien rands en la cartera cuando sintió la presencia a su espalda.
– Deja ese dinero -dijo Epkeen con voz ronca.
Aunque lo habían sorprendido con las manos en la masa, el tipo no dijo nada: era un joven blanco de unos veinte años vestido a la última moda, con zapatillas de gruesa suela de goma, vaqueros anchos y una camiseta muy grande de una banda de heavy metal; su cabello castaño claro y largo le recordaba al de su madre.
– ¿Qué haces aquí? -replicó David.
No había soltado los billetes y miraba fijamente a su padre.
– Eso más bien tendría que preguntártelo yo a ti: al fin y al cabo ésta es mi casa -precisó.
David no contestó. Devolvió la cartera al bolsillo de la chaqueta, pero no los billetes. En su rostro a lo Brad Pitt, de chaval sano y bien alimentado, no se leía ni una sombra de remordimientos o vergüenza. El hijo pródigo parecía tener prisa.
– ¿Es todo lo que hay? -preguntó, señalando los billetes.
– El resto lo he escondido en las Bahamas.
Brian no se movía, con la esperanza de que la pistola ocultara su desnudez, pero David miraba con expresión asqueada su gran miembro, que le colgaba entre las piernas.
David estudiaba periodismo, fumaba porros, nunca tenía dinero y era un vago redomado. El ojito derecho de su madre, su único hijo, insolente pero listo, que se las había ingeniado para instalarse en casa de los padres de su novia; un blanco de la nueva generación que se proclamaba liberal de izquierdas y que, cuando no hablaba de la SAP [14] en términos insultantes, lo tildaba a él de fascista y de reaccionario. Daban ganas de inflarlo a tortas. A Brian le caía simpático: él era igual a su edad.
No era la primera vez que su hijo venía a desvalijarlo a su propia casa: la última vez, David le había vaciado los bolsillos no sólo a él, sino también a la chica que compartía esa noche su cama.
– Dame pasta -le espetó a su padre.
– Tienes veinte años, arréglatelas tú solo.
Epkeen quiso arrebatarle los billetes, pero David se los guardó en el enorme bolsillo de sus vaqueros y miró alrededor en busca de algo más que robar.
– ¿Te manda tu madre? -quiso saber Brian.
– Este mes no le has pasado la pensión.
– Joder, estamos a día 2…
– Día 2 o día 10, tanto da. ¿Cómo crees que vive?
El joven provocador tenía más de un as en la manga. Brian le dedicó una mueca amarga. Se había endeudado para conservar la casa, con la esperanza de que David se mudaría a vivir con él, con su novia si quería, o con su novio, si es que iban por ahí los tiros, a Brian eso también le traía sin cuidado; pero no sólo su hijo nunca se había mudado, sino que Ruby seguía contándole mentiras sobre él.
– Si tu madre se pasea por ahí en el descapotable de su dentista, tendría que poder sobrevivir hasta el final de la semana, ¿no? -le dijo.
– ¿Y qué hay de mí?
– La Facultad de Periodismo, los dos mil rands que te ingreso todos los meses, ¿no te basta con eso?
David adoptó una expresión de cabreo detrás de su flequillo grunge y rebelde.
– Los padres de Marjorie nos han echado de casa -explicó.
Marjorie era su novia, una «gótica» llena de piercings a la que Brian había visto un par de veces a la salida de la Facultad de Periodismo.
– Pensaba que les caías muy bien a sus padres…
– Ya no.
– Pues no tenéis más que mudaros aquí.
– Muy gracioso -se burló David.
– ¿Y por qué no os instaláis en casa de tu madre?
– Ella ahora tiene una nueva vida, no me apetece fastidiársela… No -prosiguió David-, nos vendría bien un apartamento en el centro, no muy lejos de la facultad. Hemos visto algo para alquilar en el barrio malayo, pero hay que pagar por adelantado los dos primeros meses, por no hablar de la pasta para comer, los impuestos…
– Te olvidas de los taxis: para ir a la facultad es mucho más cómodo, ¿no?
– Bueno, ¿qué? -se impacientó el chico.
Brian volvió a suspirar, conmovido por tanta ternura. David descubrió entonces la chaqueta de mujer tirada en la silla de la entrada.
– Aunque, claro, veo que tienes más gente a la que mantener-insinuó el joven-. ¿Ésta al menos sabes cómo se llama?
– No me ha dado tiempo a preguntárselo. Y ahora, largo de aquí.
– Y tú ve a lavarte la polla.
David pasó delante de él como una exhalación, cruzó el salón sin decir una palabra y cerró con un portazo, dejando tras de sí un silencio ensordecedor.