La enfermera asintió, con un gesto de hastío (menos mal que había venido para darle las gracias) y se fue al despacho contiguo a consultar los historiales médicos. Abrió un fichero metálico e inspeccionó las fichas de los pacientes. En el reducto hacía un calor húmedo, sentía el aliento de Neuman sobre su hombro y experimentó una sensación difusa, una suerte de malestar por encontrarse los dos a solas allí.
– Sí -dijo, extrayendo una ficha del cajón-: Simón Mceli. Estuvo aquí en enero de 2006.
– ¿Qué tenía? ¿Asma?
– No estoy autorizada a decírselo -contestó la enfermera con aire travieso-: ni siquiera sé si puedo hacer lo que estoy haciendo ahora.
A Neuman le divertía esa muchacha.
– Al menos digo yo que podré saber su última dirección…
– Bico Street, número 124, bloque C.
Estaba a cinco minutos en coche.
– Gracias -le dijo.
Myriam sentía calor bajo su bata blanca. La mala ventilación, seguramente. Buscó algo ingenioso que decir para retenerlo allí, pero era como si las paredes ya no quisieran albergarlos. Neuman desapareció al instante.
El bloque C estaba en un barrio pobre donde se sucedían hilera tras hilera las casitas de tejados de chapa, a menudo prolongadas por backyard shacks, esos cobertizos de patio trasero construidos como complemento a las viviendas. En ellos se veía la televisión si es que el vecino tenía una, o se contemplaba el tiempo pasar junto a la carretera, ese tiempo que lo excluía a uno. Desde que el último autocar de turistas que se había asomado por allí, al poco de terminar el apartheid, había sido asaltado por una banda de delincuentes, ya no se veía un solo blanco por el barrio como no fuera miembro de alguna ONG implantada en el township. Los touroperadores se contentaban ahora con minibuses, menos ostentosos, para realizar visitas concretas: escuelas, tiendecitas de artesanía local, asociaciones benéficas, etcétera.
Bico Street: Neuman aparcó junto al contador de electricidad, cuyos cables, semejantes a telarañas, se dispersaban hacia las chabolas. El número 124 estaba pintado sobre una lata de conserva pegada a la puerta. No había ningún nombre, ni un buzón siquiera -nadie recibía nunca correo en el township-. Llamó a la puerta de contrachapado que, al abrirse, a punto estuvo de caérsele encima.
Una mujer apareció en la entrada de la chabola, ataviada con un camisón en tejido acrílico satinado que brillaba sobre todo por su ausencia. Sus párpados traicionaban desgracias repetidas y muchas noches en vela. Saltaba a la vista que acababa de levantarse de la cama.
– ¿Qué pasa? -preguntó una voz de hombre a su espalda.
– No te metas, King Kong, que no das la talla…
La chica esbozó una sonrisa que no desentonaba con su camisón.
– Busco a una mujer -dijo Neuman-: Nora Mceli.
– No soy yo… Qué pena, ¿no?
– Depende de lo que le haya ocurrido. En 2006 Nora todavía vivía aquí con su hijo, Simón. Según dicen se marchó del township hace unos meses…
– Puede ser.
– Nora Mceli -repitió-. Una sangoma del barrio.
La chica se contoneó sobre el suelo de tierra batida.
– Que quién coño es -repitió la voz a su espalda.
– Ay, Señor, no le haga caso -dijo la chica, con aire confidencial-: se despierta de mal humor cuando ha bebido el día anterior.
– ¡Contéstame en lugar de menear el culo! -gritó el hombre-. ¡Esta es mi casa!
Neuman atravesó la mirada de brasas frías que le impedía el paso y entró en la casa sin tener que utilizar la fuerza. Un negro de unos treinta años, vestido con un pantalón corto infame, estaba tumbado bebiendo cerveza sobre un catre que ocupaba la mitad de la habitación. Colillas en el suelo, calzoncillos, latas vacías en todos los rincones, un trozo de motor en el fregadero de la cocina: se veía que la chica sólo estaba de paso.
– Busco a Nora Mceli: la sangoma que vivía aquí antes.
– Ya no está -contestó el tipo-. ¿Qué hace en mi casa? ¡Esto es propiedad privada!
Neuman blandió su placa ante el rostro arrugado del hombre.
– Dígame lo que sabe antes de que le eche un vistazo a este cuchitril.
El negro pareció encogerse en su pantalón de fútbol, era patente el olor a dagga
– Le digo que no la conozco. Esta casa la conseguí por mi primo, Sam. Tendría que preguntarle a él. Yo no sé nada: ¡mi fecha de nacimiento y poco más!
La chica se echó a reír. A Neuman le entraron ganas de imitarla.
– ¡Es verdad lo que dice! -le aseguró con aplomo.
La muchacha seguía contoneándose junto a la puerta. Pimienta y miel: el perfume de su piel. Eso le recordó que todavía no había hablado con Maia.
Por suerte, el primo Sam se mostró más locuaz: Nora y Simón se habían marchado hacía un año más o menos. La sangoma no estaba del todo bien vista en el barrio. Se la acusaba de preparar muti, pócimas mágicas, de hacer maleficios, decían incluso que por eso había enfermado, que sus poderes se habían vuelto contra ella. En cuanto a su hijo, Simón, Sam recordaba a un niño taciturno y de salud delicada, del que la gente desconfiaba por atavismo, por superstición…
– Ya no se los ha vuelto a ver nunca por el barrio -aseguró el viejo.