Brian se preguntó cómo el niño que perseguía a los pingüinos en la playa podía haberse convertido en ese desconocido esbelto con aires de madre superiora de convento, un cínico consumado ahogado en colonia cara. Lo que lo entristecía no era tanto el hecho de pillarlo vaciándole los bolsillos mientras dormía, sino esa manera que tenía de marcharse sin decirle una palabra, con esa mirada odiosa, siempre la misma, de desprecio y amargura mezclados, como si lo viera por última vez… Brian dejó la pistola que aún sostenía -de todas formas no estaba cargada-, descubrió la ropa arrugada y tirada de cualquier manera sobre la mesa de la cocina, la blusa violeta en el suelo, el sujetador a juego, y subió la escalera, de mal humor.
Hacía calor en la habitación; la mujer de los rizos pelirrojos estaba tumbada en la cama, con la sábana bajada hasta el trasero. Sus nalgas, de exuberantes curvas, eran de un blanco diáfano, finas y suaves como la cera. Tracy la camarera del Vera Cruz. Una pelirroja de cabello descolorido, de unos treinta y cinco años, con la que hacía poco que salía, un cuerpo menudo y pequeño pero que se empleaba a fondo en la cama. Sintiendo su presencia, Tracy abrió sus ojos verde manzana y sonrió al verlo.
– Buenos días…
Su rostro adormilado conservaba todavía las marcas de la almohada. Sintió ganas de besarla, para borrar lo que acababa de vivir.
– ¿Qué hora es? -preguntó ella, sin cubrirse con las sábanas.
– No sé. Serán las once o así.
– ¡Oh, no! -gimoteó, como si acabaran de quedarse dormidos.
Brian se sentó junto a ella, entre dos aguas. El enfrentamiento con su hijo lo había dejado agotado, se sentía como un animalillo varado en una playa, presa de las gaviotas, los cuervos…
– ¿Qué pasa? -preguntó Tracy, acariciándole el muslo-. Pareces preocupado.
– No, estoy bien.
– Entonces vuelve a la cama. Tenemos tiempo antes de irnos a casa de tu amigo Jim…
– ¿De quién?
Tracy frunció el ceño, transformando sus cejas en un arabesco pelirrojo:
– Pues de ese amigo tuyo, Jim… Me dijiste que íbamos a pasar el día en la playa… que te había dado las llaves de su chalé.
Epkeen fingió tardar mucho en acordarse -vaya, tenía que dejarse ya de esa historia de Jim: la última vez que había delirado con aquello de su supuesto amigo había sido para invitar a una joven abogada a jugar al golf en su club privado de Betty's
Bay. Pero ¿por qué demonios hablaba de ese tipo? Tenía la imaginación de un chalado…
Tracy se dio la vuelta, revelando unos pechos untuosos, muy sensibles, según recordaba Brian.
– Anda, ven aquí -sonrió la camarera.
Brian se dejó llevar por el juego de sus dedos, ambos agudizaron un momento sus sentidos antes de sumirse en un frenesí compulsivo, gozaron a distancia, intercambiaron unas caricias extenuadas y concluyeron con un beso.
Brian no tardó en desaparecer en el cuarto de baño. Se dio una ducha, preguntándose qué mentira le iba a contar a Tracy, y se cruzó con su propia mirada en el espejo, pero apartó los ojos.
Brian Epkeen había sido un hombre guapo, pero eso ya pertenecía al pasado. Había visto demasiados sabotajes, había faltado a demasiadas citas. No había amado lo suficiente, o había amado demasiado, o mal, o a quien no debía. Llevaba cuarenta años avanzando como un cangrejo, de derivas lejanas en diagonales cuánticas, una huida a cielo descubierto.
Cogió una camisa sin planchar que le devolvió un vago reflejo de sí mismo en el espejo, se puso un pantalón negro y se paseó por la habitación. Tracy, tumbada en la cama, pedía detalles sobre su domingo en la playa, cuando Brian encendió su móvil.
Tenía doce mensajes.
Ciudad del Cabo se extendía a los pies de Table Mountain, el suntuoso macizo montañoso que, desde su cumbre de un kilómetro de altura, dominaba el Atlántico sur. La «Mother City», como la llamaban. Epkeen vivía en Somerset, el barrio gay repleto de bares y discotecas, algunos abiertos a todo tipo de gente, sin restricciones. Colonos europeos, tribus xhosas, obreros indios o malayos… hacía siglos que Ciudad del Cabo era una urbe mestiza: el faro del país, una Nueva York en miniatura a orillas del mar, sede del Parlamento y que, por esa misma razón, había sido la primera en aplicar las medidas del apartheid. Epkeen se conocía la ciudad de memoria. Le había procurado tanto náuseas como vivas emociones.