La tez rubicunda del afrikáner se había diluido, un furor sordo latía en sus sienes. Creía a su hija en casa de Judith Botha, donde las dos estudiantes debían pasar la noche repasando para los exámenes parciales ante un trozo de pizza, y en vez de eso la habían encontrado muerta a varios kilómetros de allí, asesinada en el Jardín Botánico de Kirstenbosch, en plena noche.
– ¿Y han… han violado a mi hija?
– Todavía no lo sabemos. La autopsia lo dirá.
El antiguo jugador de rugby enderezó el busto, era apenas un poco más alto que Neuman.
– Deberían saberlo -le espetó-. ¡¿Qué coño hace su forense?!
– Su trabajo -contestó Neuman-. Su hija mantuvo relaciones sexuales anoche, pero no es seguro que fuera violada.
Wiese se puso muy colorado, parecía estupefacto.
– Quiero ver al jefe de policía -dijo con voz átona-. Quiero que se ocupe personalmente de esto.
– Yo dirijo la brigada criminal -precisó Neuman-: y es exactamente lo que voy a hacer.
El afrikáner vaciló, desconcertado. La ayudante del forense había tapado con la sábana el cadáver, que Wiese seguía mirando con ojos vidriosos.
– ¿Puede decirme cuándo vio a Nicole por última vez?
– Hacia las cuatro de la tarde… El sábado… Nicole tenía que irse de compras con Judith Botha, antes de encerrarse a repasar para los exámenes.
– ¿Sabe si tenía novio?
– Nicole rompió antes del verano con su último novio -dijo-. Ben Durandt. Desde entonces no había vuelto a tener ninguno.
– A los dieciocho años no siempre le cuenta uno todo a su padre -se aventuró Neuman.
– Mi mujer me lo habría dicho. ¿Qué insinúa? ¿Qué no sé controlar a mi hija?
El furor velaba sus ojos metálicos: encontraría al tipo que había asesinado a su hija, lo haría papilla, lo reduciría a un puñado de huesos, no quedaría nada de él.
– Mi hija ha sido violada y asesinada por una bestia -declaró en tono perentorio-, un monstruo de la peor especie que hoy se pasea tan campante por la ciudad, con total impunidad: no puedo aceptarlo. Imposible. Si no sabe quién soy yo, va a aprender a conocerme… No soy de los que tiran la toalla, capitán. Removeré cielo y tierra hasta que cojamos a esta basura. Quiero que todos los departamentos de su jodida policía se involucren en el caso, que sus putos inspectores muevan el culo y sobre todo que obtengan resultados: pronto. ¿Está claro?
– La justicia es igual para todos -aseguró el policía negro con un énfasis que Wiese interpretó como arrogancia-. Encontraré al asesino de su hija.
– Lo espero por usted -masculló entre dientes.
La nuca rapada del afrikáner estaba empapada en sudor. Stewart Wiese lanzó una última mirada a la sábana que cubría a su hija.
Neuman empezaba a entender lo que lo irritaba de esa entrevista.
– Un agente irá a su casa mañana por la mañana -dijo, antes de dejarlo marchar.
Un agente blanco.
Las colinas y la vegetación frondosa que cubría las paradisíacas calas de Clifton habían cedido el lugar a residencias de lujo, chalés con aparcamiento en el techo, vigilancia y acceso privado a la playa. Atrapados como estaban en la tela de la especulación inmobiliaria, todavía se construía directamente en las faldas de las colinas, cada vez más alto; de todas formas, ya era demasiado tarde para pensar en preservar el paisaje.
El 25 de West Point. Dorados, maderas lacadas, espejos a gogó, una joya para cualquier apasionado del brillo vulgar de los ochenta, la vivienda de la familia Botha estaba engalanada como una drag-queen de Sidney. Flora, que lucía una expresión cansada por el sol y el maquillaje, aguardaba el regreso de Judith sobre el sofá del salón panorámico. Su marido, que se afanaba alrededor de la mesa baja, hablaba por los dos. Mintiendo a todo el mundo, la tontorrona de la jovencita había levantado una barrera de antagonismo entre las dos familias: Stewart había llamado un poco antes, una discusión agitada que no había hecho sino envenenar más las cosas. El jugador de los Springboks había terminado su carrera en los Stormers de Nils Botha, y los dos hombres habían mantenido la amistad desde entonces: sus hijas habían ido juntas al colegio, tenían el mismo círculo de amistades, salían por los mismos sitios, nunca les había faltado nada ni habían dado el más mínimo disgusto a sus padres. Se suponía que debían repasar para los exámenes, no salir por ahí de noche ni marcharse a pasar el fin de semana en la playa. Traición. Incomprensión. Botha echaba chispas. Fletcher lo dejó cocerse en su propio jugo, mientras su esposa se retorcía los dedos en el sofá tapizado de flores.
Dan pensó en Claire, su mujer, a la que después iría a recoger al hospital, cuando llamaron al telefonillo. Flora dio un respingo en su cojín, se incorporó de golpe, como movida por un resorte, e hizo repiquetear sus tacones de aguja sobre el suelo de mármol. Nils fue el primero en descolgar el auricular del telefonillo. El vigilante anunció la llegada de su hija.