Читаем Zulú полностью

Claire releyó por enésima vez la notita que Dan había metido junto con las flores. Se la guardó y le dio las rosas a la enfermera xhosa que llevaba tres noches cuidándola.

A los treinta años, uno desconfía de sus decisiones, en su mayoría definitivas, del matrimonio y de los accidentes de coche, pero no del cáncer, un cáncer de mama que le habían diagnosticado hacía tres meses y que había degenerado en toda clase de metástasis. El suelo se abría bajo sus pies, Dan no veía más que un abismo, pero Claire parecía soportar la quimioterapia y la pérdida de cabello. La última serie de análisis había resultado globalmente positiva: habría que ver cómo evolucionaba… Los niños, por supuesto, no sabían nada: Tom, de cuatro años y medio, estaba convencido de que su madre estaba «enferma de otoño», y que volvería a crecerle el pelo. Y en cuanto a Eve, ni siquiera se había enterado de nada…

Dan recogió a su mujer en el vestíbulo del Hospital Somerset. Claire llevaba una boina negra para cubrir su cabeza calva y una falda corta que dejaba al descubierto sus rodillas más delgadas ahora: sonrió al verlo abrirse paso a través de la multitud, lo cogió por los hombros y le plantó un beso en la boca delante de la recepción. Un beso largo y lánguido, como en sus primeros encuentros… Había que darle por culo a la desgracia, ésa era la expresión que empleaba ese ángel desposeído: la enfermedad no podría con ella ni con su cuerpo, ese terreno era sólo suyo, de Dan.

La gente pasaba delante de ellos, y su beso duraba y duraba.

– ¿Llevas mucho tiempo esperando? -le susurró Dan al oído.

– Veintiséis años dentro de dos meses -contestó Claire.

Dan se separó de su abrazo:

– Entonces vámonos de aquí…

La tomó de su mano frágil, cogió su maleta y la llevó hacia la salida. El aire del aparcamiento se le antojaba nuevo de pronto, y el cielo, casi tan luminoso como sus ojos azules de golondrina.

– Los niños te esperan, han organizado una fiestecita -anunció Dan-. La casa está un poco manga por hombro, no he tenido tiempo de ordenarla, pero la niñera se ocupa de las tartas.

– ¡Genial!

– Les he dicho que no llegaríamos antes de las ocho -añadió, como quien no quiere la cosa.

Eran apenas las seis y cuarto…

– ¿Adónde me llevas, casanova?

– A Llandudno.

Claire sonrió. Conocían una calita en la península, un sitio tranquilo donde podían bañarse desnudos sin que nadie viniera a molestarlos. Se acurrucó contra él y vio su coche camuflado en el aparcamiento.

– ¿Estás de servicio?

– Sí… Es una lata… Esta mañana han encontrado a una chica en Kirstenbosch.

– ¿La hija del jugador de rugby?

– ¿Te has enterado?

– Lo han dado antes por la radio… ¿Vienen a cenar los chicos?

Se refería a Ali y a Brian, sus queridos amigos, y al pequeño ritual que consistía en ir a cenar a su casa para disculparse por los horarios flexibles, el estrés y la burrada de trabajo que los esperaba.

– Habíamos pensado en mañana por la noche. Si te encuentras bien, claro -se apresuró a añadir.

– Ya lo hemos hablado -dijo Claire, como algo convenido-. No cambiemos nada, ¿vale?

Quería que la trataran como a una convaleciente, no como a una enferma. Lo mismo valía para Ali y Brian. Dan volvió a besarla.

– ¿Has encontrado lo que te pedí? -quiso saber ella, subiendo al coche.

– Sí. Está en el asiento de atrás.

Claire se volvió hacia los asientos y colocó la sombrerera sobre su regazo.

– Cierra los ojos -le dijo.

– Ya están cerrados.

Claire lo miró de reojo, se quitó muy rápido la boina, cogió la peluca que había dentro de la sombrerera y se la ajustó mirándose en el espejo del retrovisor: una melena cuadrada y cortita, rubio platino, con dos mechones a los años sesenta que le llegaban justo por debajo de las orejas… Mmm, no estaba nada mal… Le dio unas palmaditas a su marido en el brazo:

– ¿Qué tal estoy en versión acrílico?

Dan no pudo evitar estremecerse: una sonrisa ávida y cruel flotaba en sus labios, una sonrisa de muñeca maltratada, y esos ojos azules donde brillaba su muerte…

– Fantástica -dijo, encendiendo el motor.

Tenían dos horas por delante: o lo que es lo mismo, la vida entera.

***

Los periódicos de la tarde abrían su edición con el asesinato de Nicole Wiese. Su padre había sido campeón del mundo justo después de las primeras elecciones democráticas, Mandela había vestido la camiseta de los Springboks y escuchado el nuevo himno sudafricano estrechando la mano de su capitán, Pienaar, un afrikáner. Aquel día, el segunda línea Stewart Wiese se había convertido en uno de los embajadores de la nueva Sudáfrica -y qué importaba si los invencibles All Blacks se habían pillado una gastroenteritis la víspera de la final-.

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