Ruby se paseaba por la habitación, con la música a todo volumen. Todavía no se había maquillado, apenas se había vestido, iba de la cama al cuarto de baño, cantando a pleno pulmón.
Su sello musical no había resistido a la era de las descargas por Internet; doce años de pasión, de durísimo trabajo, de riesgos y de locuras nocturnas que se disolvían en el aire, puro humo. Había tenido que cerrar la empresa, con todo el dolor de su corazón. Podría haber cambiado de profesión, como la mayoría de los artistas cuyas obras producía, pero Ruby no sabía hacer otra cosa, y sobre todo le traía sin cuidado.
Esa manera de pensar no le había ayudado a encontrar trabajo: ningún sello importante quería trabajar con una mujer medio histérica, y los otros la habían visto demasiadas veces drogada entre bastidores, colgada del cuello del primero que pasaba, metiéndose cualquier cosa en el cuerpo. Había pasado tres años de infierno, en los que casi había llegado a pensar que no saldría nunca a flote, pero ahora, desde que había conseguido ese puesto de ayudante de producción, se anunciaba una nueva vida; se habían acabado los castings para reality-shows o los anuncios de revistas a la moda que te pagaban en ropa, la degradante sucesión de sonrisas a su banquero por los cheques que no podía pagar, los contratos temporales y el paro. Ruby volvería a tener una actividad social reconocida, un poco de dinero, de autonomía… Desde luego, no era el trabajo de sus sueños. Rick había echado mano de sus contactos. Ella, que nunca había dependido de nadie, había tenido que sonreír a más de uno. Había tenido que achantarse, moderar sus aires de vampiresa de vinilo, tragarse sus cuarenta y dos años y hacer como si viviera por primera vez. Poco importaba: ese trabajo la sacaba del agujero donde estaba metida, y Ruby no estaba en posición de poder elegir. Cuarenta y dos años: pronto todo habría acabado para ella. Todavía unos añitos más, pensaba, y luego adiós a esas curvas deslumbrantes que lo hipnotizaban a uno, a las promesas de viajes lejanos y a los besos implacables ante el altar de la palabrería. ¿Qué sería de ella si también Rick la dejaba tirada?
Sonó su móvil en la cómoda de su dormitorio. Ruby bajó el volumen del disco y se llevó el teléfono al oído mientras se subía la cremallera del vestido.
– Hola.
– Joder -masculló Ruby.
– Sí, soy yo.
Brian. Breve silencio en el caos de las ondas.
– Me pillas en mal momento -le espetó Ruby-. ¿Qué pasa?
– ¿Has mandado tú a David a robarme la cartera?
– No tengo nada que decirte -replicó.
– Confiesa.
– Te he dicho que podías irte a tomar por culo.
– Igual que David, por lo que se ve -insinuó-: ¿qué ha pasado con los padres de Marjorie? Parece ser que lo han echado, que está buscando un estudio…
– No estoy enterada de eso.
– Conociéndolo, se habrá fumado algún porro en el salón de los viejos…
– Tú no conoces a tu hijo, Brian. A ti nunca te ha interesado nada más que dónde podías meter la polla. No te extrañe si el chico no te traga.
– Exageras.
– Te aseguro que no.
Soltó una risa para mantener algo de aplomo, pero la voz de Ruby era pura madera de ébano.
– Me ha dicho David que te ibas a mudar a casa de tu nuevo novio…
– No es asunto tuyo.
– A lo mejor podríamos llegar a un acuerdo para la fianza del estudio -prosiguió Brian-. La mitad cada uno, ¿qué me dices?
– Que no.
– Tu dentista está forrado, haz un esfuerzo.
– No le corresponde a él pagar los gastos de tu hijo.
– También es un poco tuyo.
– Rick no tiene nada que ver con nuestras cosas. Déjanos en paz.
– ¿Desde cuándo te interesan los piños?
– Desde que ya no tengo que ver los tuyos.
– Jajá!
Hacía tantos esfuerzos para hacerse el simpático que resultaba patético.
– Nunca me has hecho gracia, Brian -dijo, en un tono helador-: jamás. Y ahora déjame tranquila, ¡¿estamos?!
Ruby tiró el móvil sobre la cama, volvió a subir el volumen y fue al cuarto de baño a maquillarse, con la música a tope. Un toquecito de rímel, sombra de ojos… Su mano temblaba ligeramente delante del espejo. Brian. Maldijo su reflejo… Brian la había engañado, como su padre. Ruby le guardaba rencor por ello: a muerte. Pensaba que se le pasaría, pero no era así.
Las guitarras que gritaban en la habitación callaron de pronto.
– ¡¿Qué es esta música de salvajes?!
P. J. Harvey: un metro cincuenta y cinco de explosivo, una voz de sílex y unos riffs que podrían hacer estallar la Tierra… Rick apareció en el quicio de la puerta, con el pelo aún mojado de los largos que acababa de nadar en su piscina. Llevaba un albornoz y un reloj con forma de televisor. Ruby estaba terminando de maquillarse. Le acarició el trasero en pompa.
– ¿Te vas?
– Sí -contestó ella-, llego tarde.
– Qué pena…
Ruby sintió su erección en su espalda, su sexo se iba endureciendo a medida que se le acercaba más para abrazarla. Rick sonreía dejando al descubierto sus treinta y dos dientes impecables, que se reflejaban en el espejo; deslizó la mano bajo su vestido, salvó el obstáculo del tanga y la introdujo en su pubis.