– Vamos a tener que darnos prisa -le susurró al oído.
Ruby arqueó el cuerpo, mientras él empezaba a masturbarla.
– No tengo tiempo -gimió.
– Dos minutos -dijo él, respirando más fuerte.
– Voy a llegar tarde…
– Sí… Verás qué rico…
– Cariño…
Ruby se retorcía, para zafarse de él sin brusquedad, pero él la sujetaba con fuerza mientras le masajeaba el clítoris; le levantó el vestido y apretó su sexo entre sus nalgas.
– Rick… No, Rick…
Pero él ya le había bajado el tanga.
Era un hermoso día de verano, los insectos volaban en círculo en el jardín umbroso, perseguidos por veloces pájaros. Ruby salió por la terraza, con el bolso en la mano; al final iba a llegar tarde… Rick volvió a ceñirse el albornoz y cogió el periódico que estaba sobre la tumbona.
– ¡Hasta esta noche, querida! -le dijo desde lejos.
– ¡Te llamo después de la reunión!
– ¡Vale!
Ruby sonrió para ocultar que se sentía incómoda. Le había hecho daño…
El bullmastiff que vigilaba la finca acudió a mendigarle una caricia pero se alejó enseguida. Ruby se subió al BMW cupé aparcado en el patio, evitó cruzarse con su propia mirada vidriosa en el retrovisor, a punto estuvo de atropellar al perro, que ladraba bajo las ruedas, y se alejó deprisa por el camino de las viñas, escuchando a Polly Jean a todo volumen, para ahogar sus lágrimas.
Tan elegante y tan chic como su hermana Clifton, Camps Bay se asomaba al Atlántico y a los contrafuertes de Table Mountain, que la protegían de los vientos polares. Con unas nubes vaporosas en las cumbres, los buques de carga que moteaban el horizonte azul celeste y palmeras indolentes bordeando Victoria Road, el barrio residencial de lujo emanaba un perfume de Eldorado.
– Menuda cara de malhumor tiene usted -observó el camarero.
Epkeen se estaba tomando un café mientras contemplaba el mar. Acababa de hablar con Ruby por teléfono y dudaba entre reír o llorar…
– Ponme otro expreso en lugar de hacerte el listillo -replicó.
La terraza del Café Caprice estaba casi vacía a esa hora. Tipos tatuados con físico de culturistas, bólidos descapotables, tías buenas y chicas fáciles a tutiplén, gafas de sol de última moda, los jóvenes modernos de Camps Bay no aparecerían por allí antes de las once.
– ¿Quiere algo de bollería? -le propuso el camarero mientras pasaba la bayeta por la mesa vecina. -No.
– Si quiere, también tengo unas salchichas riq…
– ¡Que te he dicho que no!
Brian odiaba las bóerewors, esas salchichas que sabían a pies sucios y que le servían de desayuno cuando era niño, con la excusa de ser afrikáner. Cerró el Cape Times y suspiró, contemplando el azul del mar y del cielo; Stewart Wiese había emitido un comunicado de prensa particularmente elocuente en cuanto a la política nacional contra la delincuencia, y en especial contra la policía, a la que juzgaba incapaz de evitar los asesinatos y las violaciones de los cuales su hija acababa de ser la enésima víctima, y ya estaba bien; una declaración de la que enseguida se habían hecho eco los medios de comunicación de todo el país… Brian había recorrido todos los bares de Victoria Road preguntando a los camareros y enseñándoles la foto de la estudiante, pero ninguno recordaba haberla visto últimamente, lo que corroboraba el testimonio de Judith Botha. Tomando el relevo de Dan Fletcher, había interrogado a Ben Durandt. «Muy bien para conducir un descapotable»: el único amante (conocido) de Nicole cuadraba con la descripción que de él había hecho su amiga Judith… Pagó la cuenta y, algo calmado por el ruido del mar, Epkeen subió el pequeño repecho que llevaba a casa de los Wiese.
Pese a los problemas de inseguridad y la crisis inmobiliaria, Camps Bay seguía siendo el barrio elegante más importante de Ciudad del Cabo, una estación balnearia residencial preservada por Chapman's Speak, una de las carreteras más bellas del mundo, a la que actualmente sólo se podía acceder previo pago de un peaje. Allí los negros aparcaban los coches o trabajaban en las cocinas. Había que bajar hacia Hout Bay para ver los primeros townships, que eran poco más que islotes de chabolas que surgían, como excrecencias, de los pueblos de la costa.
El miedo al negro había cedido paso al miedo a la delincuencia entre la mayor parte de los blancos acomodados, que se refugiaban en sus laager
La terraza de teca dominaba el chalé de un cineasta ausente la mitad del año; Epkeen se fumó un cigarro apoyado en la barandilla, contemplando la vista sobre la bahía. La asistenta, una xhosa que parecía sacada de otra época y se expresaba en pidgin