El jardín Botánico estaba vacío a esas horas, el alba era aún un recuerdo. Neuman caminó sobre el césped cortado a la inglesa, con los zapatos en la mano. Sentía la hierba blanda y fresca bajo los pies. Las hojas de las acacias se estremecían en la oscuridad. Se arrebujó en su chaqueta y se acuclilló junto a las flores.
«Wilde Iris (Dictesgrandiflora)», decía el cartelito. Seguían allí los precintos de la policía, que se agitaban con la brisa…
No se había encontrado el bolso de Nicole en el lugar del crimen. El asesino se lo habría llevado. ¿Por qué? ¿Por el dinero? ¿Qué podía llevar una estudiante en el bolso? Alzó los ojos hacia las nubes asustadas que desfilaban deprisa bajo la luna. El presentimiento seguía ahí, omnipresente, y le oprimía el pecho.
Ali no dormiría. Ni esa noche ni la siguiente. Las pastillas no le hacían ningún efecto, como mucho le dejaban un sabor a pasta blanda en la boca; insomnio crónico, desesperación, fenómenos compensatorios, desesperación, su cerebro era presa de un círculo vicioso. Y no sólo desde aquella mañana. Los paseos por el Cabo de Buena Esperanza no iban a cambiar nada tampoco. En lo más hondo de sí mismo tenía ese monstruo frío, esa bestia de la que no podía librarse; por más que luchara, por más que la negara, por más que hiciera que cada mañana fuera la primera y no la última, libraba una guerra perdida de antemano. Maia: patética fachada… Se le llenaron los ojos de lágrimas. Podía inventarse escenarios de vida, códigos eróticos, listas de atracciones pasionales que no eran sino amores fantasma, el yeso no aguantaba. Sus máscaras caerían en una lluvia de escayola, muy pronto, tabiques de imperio que lo arrastrarían todo en su caída, decorados demasiado viejos, listos para el desguace. La realidad estallaría algún día: lo agarraría del cuello y le haría morder el polvo, como en el jardín de su infancia. Su piel, su vida de zulú pendía de un hilo: podía remodelar la realidad cuanto quisiera, hacer planes, poner nombres a las curvas femeninas, pero al final ésta siempre volvía a caer, cual motor en llamas, en la misma tierra de nadie. Una tierra sin hombres, sin hombres dignos de ese nombre.
Neuman ya no era un hombre. No lo había sido nunca.
Maia podía retorcerse sobre el colchón, hacer estallar los átomos del deseo que los separaba, el sexo de Ali estaba muerto: había muerto con él.
6
Ruby tenía una confianza limitada en la humanidad en general; ninguna en el hombre en particular. Su padre se había marchado de la noche a la mañana, sin dejar una nota ni una dirección, abandonando mujer e hijos.
Ruby, la benjamina, tenía entonces trece años. Sin una sola explicación. Su padre sólo había dejado un vacío tras de sí. Sencillamente había rehecho su vida en otro lugar, con otras personas.
Los años habían pasado, pero Ruby nunca trató de encontrarlo. Su hermana se había vuelto anoréxica, su hermano se había convertido en un divorciado endurecido después de dos matrimonios tan patéticos como precipitados, y su madre se había quedado como si fuera viuda: ese cabronazo les había jodido la vida, así que ya podía pudrirse sin que nadie supiera nada de él.
Las carencias afectivas que los corroían por dentro se habían transformado en rabia. Ruby adoraba a su padre. Se lo había creído todo. Lo que le había dicho, lo que le había hecho creer, cuando la sentaba en su regazo y le hacía trucos de cartas, o le leía el tarot -«¡De mayor serás una gran periodista!»-. Parecía tan orgulloso de ella, tan seguro de sí mismo, del tiempo que jugaba a su favor… Ruby no había desconfiado: su padre, todos los hombres del mundo, eran unos traidores. Brian en particular. Brian Epkeen, el amor con el que nunca se había atrevido a soñar, su príncipe maltrecho al que recogía una y otra vez de una cuneta, con el rostro tumefacto, Brian, a quien ella había lavado las heridas, vendado, y ayudado a levantarse, el cabrón lo había jodido todo. Ruby se lo había dado todo, su amor, su cuerpo, su tiempo: él no había tomado nada.
Hacía seis años que se habían separado. Desde entonces, Ruby había coleccionado relaciones que no llevaban a ningún lado, pero es que no se resignaba a envejecer sin amor. Imposible. El amor era su droga, su dependencia adorada, el duelo por su padre, un duelo que nunca pasaría. Por suerte, hoy en su vida estaba Rick.
Cincuenta y tres años, con un físico todavía agradable, Rick Van der Verskuizen tenía la consulta de dentista más elegante de la ciudad, una finca en medio de viñedos en la que acababa de instalarse, e hijos lo bastante mayores para no darles la tabarra. Un hombre atento con ella que ofrecía perspectivas, toda una red de amigos y conocidos, un futuro, alguien que no volvía a casa de madrugada y en estado de shock porque se hubiera puesto hasta arriba de adrenalina o de speed, y que, bajo sus bonitos discursos sobre la igualdad, pedía a sus pacientes que le pagaran en negro…
To bring you my love
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To bring you my love!