El antiguo jugador de rugby se había pasado al negocio del vino y tenía acciones en distintas sociedades locales, entre las que se contaban las mejores explotaciones de la región. Epkeen se inclinó hacia la cristalera que daba al despacho de la planta baja: vio trofeos en los estantes, banderines de rugby, la bandera del Partido Nacional, que hasta hacía poco aún era mayoritario en la provincia del Cabo Occidental [20].
Unos pasos pesados retumbaron entonces sobre el suelo de la terraza.
Brian había olvidado su rostro, pero lo reconoció nada más verlo: Stewart Wiese era un armario de dos metros y un centímetro, tenía la cabeza abollada a golpes, las orejas arrugadas por un sinfín de melés y los ojos gris acero todavía rojos de llorar.
– ¿Es usted quien lleva la investigación? -le espetó al policía vestido con pantalones de faena que acababa de llegar.
– Teniente Epkeen -se presentó; su mano se perdió en la del coloso.
Sucio y arrugado por la noche del sábado, Epkeen había dejado su traje en el tinte. Wiese esbozó una mueca dubitativa al ver su camiseta. Sus dos hijas menores, de cuatro y seis años, se habían marchado a casa de sus abuelos hasta el funeral de su hermana; su mujer, incapaz de mantener la más mínima conversación, dormía en su habitación porque había tomado un somnífero. Respondió a las preguntas del agente como si fueran una mera formalidad: Nicole estaba matriculada en primero de Historia en Observatory, y para aprobar Historia había que echarle codos, no pasarse las noches por ahí de cachondeo; además, las calles no eran seguras, a los clientes del restaurante más de moda de la ciudad los había desvalijado una banda de delincuentes la semana anterior, sin ir más lejos, un sábado por la noche; las jóvenes blancas eran población de riesgo, razón por la cual controlaba por dónde y con quién salía Nicole. Nunca había dudado de Judith Botha, de su lealtad. El y su mujer no entendían lo que había podido ocurrir: era algo que los superaba por completo.
Epkeen comprendía el humor belicoso del padre de familia -a él la muerte de un vago como David lo aniquilaría-, pero había algo en los argumentos de ese tipo que lo molestaba…
– Hace tiempo que no habían visto a su hija en los bares de Camps Bay -dijo-. ¿Le comentó Nicole si iba a algún sitio nuevo?
– Mi hija no tiene por costumbre salir de bares -contestó, mirándolo fijamente.
– Precisamente: alguien pudo llevarla a la fuerza, obligarla a beber…
– Somos adventistas estrictos -aseguró Wiese.
– Es usted también un deportista de alto nivel: entre los partidos fuera de casa y las estancias de concentración, me imagino que apenas habrá visto crecer a su hija mayor.
– La tuve joven, es verdad -concedió-, yo estaba entonces muy centrado en la competición, pero desde que me retiré hemos tenido tiempo de conocernos.
– Su hija mantenía entonces una relación más cercana con su madre -prosiguió Epkeen.
– Con ella hablaba más que conmigo.
Lo típico, vamos.
– Nicole salió varias veces la semana pasada…
– Le repito que se suponía que estaba repasando los exámenes con Judith.
– Si Nicole necesitaba una coartada para salir es porque conocía de antemano su reacción, ¿no?
– ¿Qué reacción?
– Imagine por ejemplo que hubiera conocido a jóvenes de otro entorno social, coloured
Stewart Wiese recuperó su expresión de segunda línea momentos antes de entrar en la melé:
– ¿A qué ha venido aquí, a tacharme de racista o a encontrar al cerdo que mató a mi hija?
– Nicole mantuvo relaciones sexuales la noche del asesinato -dijo Epkeen-. Trato de averiguar con quién.
– Mi hija fue violada y asesinada.
– Eso por ahora no se sabe… -Epkeen encendió un cigarrillo-. Siento tener que entrar en detalles, señor Wiese, pero puede ocurrir que la vagina de una mujer se lubrique para protegerse de violencias sexuales. Eso no quiere decir que la relación fuera consentida.
– Es imposible.
– ¿Puede saberse por qué?
– Mi hija era virgen -dijo.
– He oído hablar de un tal Durandt…
– Era un simple ligue. Anoche lo comentamos mi mujer y yo: Nicole no lo quería. Al menos no lo suficiente para tomar la píldora.
Había otros medios de contracepción, sobre todo con el sida, que asolaba el país, pero era adentrarse en un terreno resbaladizo, y Durandt había confirmado que nunca se habían acostado.
– ¿Nicole no le hizo entonces ninguna confidencia a su esposa? -insistió Epkeen.
– No sobre ese tema.
– ¿Sobre algún otro en concreto?
– Somos una familia unida, teniente. ¿Adónde quiere llegar? Sus ojos parecían canicas cromadas bajo la luz del sol.
– En la chaqueta de Nicole se encontró una tarjeta de videoclub -dijo Epkeen-. Según el registro del establecimiento, en las últimas semanas con esa tarjeta se alquilaron varias películas de carácter pornográfico.
– ¡Que yo sepa esa tarjeta estaba a nombre de Judith Botha! -se irritó el afrikáner.
– Nicole la utilizaba.
– ¡¿Eso se lo ha dicho Judith?!
– No fue ella quien guardó esa tarjeta en la chaqueta de Nicole.