– Tengo cita más tarde con el forense para los primeros resultados de la autopsia -dijo-. Contrariamente a lo que afirmó Wiese en su conferencia de prensa, no estamos seguros de que la chica fuera violada. Más bien parece que buscara emanciparse y escapar de la educación, digamos puntillosa, de su entorno social. Nicole salía a escondidas de sus padres, y alguna que otra vez hasta pasó toda la noche por ahí. Estamos buscando al sospechoso: un chico con el que se veía desde hacía poco tiempo… Epkeen y Fletcher están investigando.
– Fletcher es brillante -concedió su superior-, pero Epkeen, la verdad, no me convence.
– Es mi mejor detective.
– Rara vez aparece por aquí antes de las once -observó Krugë.
– Y rara vez también aparece por aquí después de esa hora -dijo Neuman, irónico.
– No me gustan esos policías que van de electrones libres.
– Es cierto que hay cierta dejadez en su comportamiento, pero tengo plena confianza en él.
– Yo no.
Epkeen estaba «al otro lado» durante el apartheid, había tenido sus diferencias con la policía y no había pasado a formar parte de la brigada criminal para tener que plegarse a sus normas: había venido porque Neuman había ido a buscarlo. Un día, les saldría rana.
Krugë suspiró, masajeándose el tronco que le servía de nuca:
– Asumirá usted sus elecciones, capitán-concluyó-. Pero no tengo ganas de terminar mi carrera con un fracaso. Encuéntreme a ese sospechoso: y sobre todo al culpable.
Neuman se despidió de su superior.
Tembo lo esperaba en la morgue de Durham Road.
Epkeen nunca había pensado hacerse policía, ni siquiera después de la elección de Mandela. Conocer a Neuman había cambiado por completo sus planes.
Como el líder del ANC, Ali había sido abogado -para defender los derechos de quienes no tenían ningún derecho- antes de entrar en la SAP de Ciudad del Cabo. La nueva Sudáfrica tenía sed de justicia, y Neuman había oído hablar de Epkeen, conocía su reputación: pocos blancos se encargaban de encontrar a militantes desaparecidos. Uno había cambiado de nombre para escapar a las milicias de los bantustán, el otro había cambiado de postulado para abrazar uno cuyas raíces tenían mucho que ver con el colonialismo. Neuman tenía fe en su destino y había sabido mostrarse persuasivo. Estaban hechos de la misma pasta. Querían el mismo país. Pero en todo lo demás, Epkeen era más o menos el extremo opuesto de Neuman: sin ambición ninguna, juerguista y mujeriego, se había divorciado mil veces de sí mismo y del mundo que lo había visto crecer. A Ali le gustaba su vitalidad, esa manera tan ingenua que tenía de desesperarse, y sobre todo el impulso que lo empujaba hacia las mujeres, como si le bastara existir para ser amado… Bajo sus aires de suficiencia, Brian era el alambre por encima de su vacío, su última bala, el único hombre con el que habría podido hablar. Pero no lo había hecho nunca.
Llegaron a casa de Dan con flores para Claire.
La joven pareja vivía en Kloof Nek, en una casita en la parte alta de la ciudad. Dan Fletcher compartía su punto de vista sobre la sociedad sudafricana, los medios empleados para mejorarla así como la naturaleza del vínculo que los unía. La desgracia que había sufrido su mujer había terminado de sellar su amistad.
Claire los recibió en la verja de entrada con un abrazo y una sonrisa valiente.
– ¿Estás bien? -le preguntó Ali, devolviéndole la sonrisa.
– Mejor que vosotros, chicos: ¡vaya caras largas traéis!
Su silueta se había afinado y su tez rosa había palidecido bajo el efecto de la radiación, pero Claire seguía tan guapa como siempre. Le sentaba bien la peluca rubia. La cogieron del brazo, le preguntaron por su enfermedad sin dejar de bromear -les gustaba mostrarse animosos- y la siguieron hasta la casa. Dan aguardaba bajo las malvarrosas del cenador, obedeciendo al ritual de la barbacoa en el jardín; los niños, muy excitados, los recibieron con gritos de júbilo.
Cenaron todos juntos en la terraza de la casa, olvidando que una recaída haría añicos su vida.
La copa de Pinot que Claire se había permitido la había achispado, y Brian abrió otra botella.
– Ahora salgo con una camarera -dijo, a modo de explicación.
– Qué original… ¿Y cómo es?
– Ni idea.
– ¡Vamos, hombre! -Claire sonrió-. ¡¿Al menos sabrás cómo se llama?!
– Mira -protestó él-, ¡si ya me cuesta acordarme de mi propio nombre!
Esta vez Claire soltó una carcajada, que era de lo que se trataba.
– Ya, bueno, el caso es que entre tú y Ali, que nos oculta a su dulcinea -prosiguió la mujer-, sigo siendo la única chica aquí.
– Sí -asintió Brian-, eso también me lo reprochaba Ruby cuando comíamos fuera de casa.