– Mmm… -Retrocedió un paso para verla mejor-. Creo que sí.
– ¿Es usted fisonomista o astrólogo?
– Pues…
– Nicole Wiese, la chica de la que hablan los periódicos. Vino aquí esta semana. -Sí… sí…
La morsa rebuscó entre sus recuerdos, pero debían de ser un cajón de sastre.
– ¿El miércoles?
– Puede ser, sí…
– ¿El sábado también?
– Mmm…
Rumiaba como una vaca.
– ¿Sola o acompañada? -se impacientó Neuman.
– Pues no me fijé -dijo, reconociendo su impotencia-: ahora está el festival, y a partir de medianoche la entrada es libre. Es difícil saber quién va con quién…
Habría dicho lo mismo de los conflictos en Oriente Medio. Neuman se volvió hacia las cabañas cuyos tejados asomaban por encima de la tapia.
– ¿Qué camarero trabajó aquí el sábado por la noche?
– Una camarera, Cissy -contestó el portero-. Una mestiza con las tetas grandes.
Para eso sí que era fisonomista el tipo… Neuman cruzó el jardín de arena en el que los jóvenes se tomaban sus cervezas hablando y cantando a grito pelado, como si estuvieran en la playa. El melenudo que abría botellas y lanzaba las chapas al otro lado del mostrador parecía tan borracho como sus clientes.
– ¿Dónde está Cissy?
– ¡Dentro! -gritó.
Siguiendo los ojos inyectados en sangre del camarero granujiento, Neuman empujó la puerta de madera que daba a la discoteca. Los altavoces escupían los acordes del último disco de los Red Hot Chili Peppers, la sala estaba abarrotada, y las luces eran tenues: olía a hierba pese a los carteles de prohibido consumir drogas, pero también flotaba un curioso olorcillo a fuego… Neuman se abrió paso hasta la barra. Una clientela que en general no pasaba de los treinta embaulaba con alegría chupitos de colores sospechosos que terminarían en los aseos o en las cunetas, si es que llegaban tan lejos. Cissy, la camarera, tenía la piel oscura y el pecho comprimido en un top particularmente elástico al que no le quitaban ojo un grupo de mocosos achispados. Neuman se inclinó por encima de las sombrillitas de los cócteles verdosos que estaba preparando:
– ¿Ha visto alguna vez a esta chica?
Por la manera en que miró la foto, mascando chicle a mandíbula batiente, Cissy parecía más preocupada por el escote de su top que por el calentamiento del planeta.
– No sé.
– Mírela mejor.
La camarera hizo una mueca que no desentonaba con las expresiones de sus clientes pegados a la barra.
– A lo mejor sí… Sí, esa cara me suena.
– Nicole Wiese, universitaria -precisó Neuman-. ¿No ha visto que ha salido su foto en los periódicos?
– Bah… No.
Cissy no escuchaba lo que decía, pensaba en sus cócteles y en las pirañas que los esperaban.
– No se van a enfriar -dijo Neuman, apartando los vasos-. Una rubia tan guapa como ésta no se olvida así como así: trate de recordar. -Le había cogido la muñeca delicadamente, pero no tenía intención de soltarla-. Nicole estuvo aquí el miércoles por la noche -dijo-, y quizá también el sábado…
La luz era ahora más tenue.
– El sábado no lo sé -dijo por fin la camarera-, pero la vi el miércoles por la noche. Sí: el miércoles. Estuvo charlando un rato con la chica de la actuación…
Las luces se apagaron de pronto, y la sala quedó sumida en la oscuridad. Neuman soltó la muñeca de la camarera. Todas las miradas se concentraron en el escenario. Abandonó la barra y se acercó. Hacía calor, y el olor que había percibido antes se iba precisando: olía a carbón. En el centro del escenario había unas brasas humeantes, una alfombra rojiza que Neuman adivinaba entre montones de cabezas anónimas… Entonces sonaron unos tambores que hicieron temblar el suelo. Tam tam tam… Una delgada columna de humo se elevó del proscenio, cada golpe de tambor se acompañaba de un resplandor deslumbrante dirigido al público, pero Neuman estaba en otra parte: esos tambores, esos golpes, ese ritmo hipnótico que se remontaba al fondo de los tiempos era la inallamu, la danza de guerra zulú. Por un instante, Ali volvió a ver a su padre cuando bailaba, sin arma, sobre el polvo del KwaZulu… El ritmo se hizo cada vez más intenso; los cuatro negros que tocaban los tambores se pusieron a cantar, y el escenario se elevó y ya no volvió a bajar. La violencia de los tambores, esas voces graves y tristes que salían de la tierra al acercarse la hora del combate, la mano de su padre sobre su cabeza de niño cuando se marchaba para manifestarse con sus alumnos, su voz repitiéndole que era aún muy joven para acompañarlo pero que un día, sí, un día irían juntos: su mano caliente y tranquilizadora, su sonrisa de padre tan orgulloso ya de su hijo, todo volvía a él como un bumerán lanzado desde el otro extremo del universo.