Читаем Zulú полностью

– Hemos descubierto en su organismo una droga compuesta por tik -dijo Neuman-: una droga dura que se suele encontrar más bien en los townships…

– Ya se me ha pasado la edad para esas tonterías, si es eso lo que lo preocupa -contestó ella.

– Nicole le mintió a todo el mundo: ya no frecuentaba a los jóvenes de su entorno, no iba a la universidad, salía a escondidas, sus padres la creían virgen cuando en realidad coleccionaba juguetes eróticos y mantenía relaciones sexuales con uno o varios desconocidos.

Zina no era de las que apartan la mirada por pudor:

– Era mayor de edad, ¿no?

En ese momento llamaron a la puerta de su camerino: entró uno de los músicos, Joey, un zulú fuerte y corpulento con una camiseta del Che y un porro en la boca.

– No te he dicho que entres -le espetó Zina.

– ¡Me tienes harto con tus historias! ¿Te vienes? Vamos a comer aquí al lado.

– Ahora voy…

El músico lanzó una ojeada circunspecta al negro alto que estaba apoyado en la pared y desapareció entre una nube de humo acre.

– ¿Tiene más preguntas tontas que hacerme? -abrevió la bailarina-. Tengo un hambre de lobo.

Neuman negó con la cabeza:

– No… Por ahora, no.

– ¿Porque piensa usted volver?

– Sinjalo thina maZulu [23]

La mujer sonrió con aire cómplice:

– Ya me parecía a mí que no tenía usted pinta de poli…

Dicho esto, Zina cogió el bolso de lino de junto al espejo y se levantó. Su cuerpo era ágil, sus músculos, mil animalillos que rugían bajo la tela de su vestido… Neuman se inclinó sobre sus pies desnudos:

– ¿Va a salir así, descalza?

– ¿Usted qué cree, que bailo sobre el fuego gracias a mis poderes sobrenaturales?

Una lluvia tropical se abatía sobre la acera de Lower Main Street. Los noctámbulos habían abandonado las terrazas como una bandada de gorriones y ahora se hacinaban en los bares. Zina calculó la distancia que la separaba del restaurante donde la esperaban los músicos y cruzó una última mirada con Neuman, indiferente a la lluvia.

– ¿Hasta cuándo actúa aquí? -le preguntó.

– Hoy era el último espectáculo en el Sundance -dijo ella-. Este fin de semana continuamos en el Armchair, un poco más abajo en esta misma calle…

Con la lluvia, su vestido tenía ahora un estampado distinto. Estaban a punto de separarse.

– Discúlpeme si antes he sido un poco brusco -dijo Neuman.

– No es usted, sino lo que anda buscando.

– Busco al asesino de esa chica, nada más…

– ¿Tengo que desearle buena suerte?

La lluvia se había pegado a sus caderas. O al revés. Neuman bajó la mirada a sus tobillos, que chorreaban agua sobre el asfalto. Los dos estaban ya empapados.

– Bueno, le dejo -dijo ella-, o al final se me ahogarán los pies…

Zina salió de la cuneta por donde corría la tormenta y fue a reunirse con el resto de su grupo. Neuman contempló alejarse a la bailarina en la calle desierta, más oscura que nunca. Un vestido de lluvia había caído sobre su vida…

<p>8</p>

Dado que los servicios secretos y las fuerzas policiales se ponían mutuamente la zancadilla siempre que podían, el ANC había tenido que crear la Unidad Presidencial de Inteligencia, una unidad especial encargada de vigilar sus diferencias además de recoger información en el extranjero y en el interior del país. Janet Helms trabajaba para dicha unidad antes de que Fletcher la quisiera en su equipo. La joven mestiza era un genio de la informática, una hacker fuera de serie que, bajo su aspecto de gordita amable, escondía más de un as en la manga. Ante la insistencia de Fletcher, Neuman había obtenido su traslado gracias a la intervención del superintendente.

El equipo Fletcher/Helms pronto había sobrepasado la barrera de la eficacia profesional: su mirada atormentada, su elegancia frágil, sus ademanes casi femeninos… Janet se había enamorado al instante del joven sargento. Un amor sin salida, uno de tantos, y sin porvenir: Dan Fletcher tenía hijos y una mujer a la que parecía querer con locura. Janet había visto su fotografía sobre su mesa, una chica guapa, eso era innegable, que le bloqueaba un horizonte bastante complicado ya por su sobrepeso.

Janet Helms siempre se había visto gorda. En esos casos no hay nada que hacer. Había probado los complementos nutricionales, los psiquiatras, las revistas femeninas, los programas de televisión, los consejos de los gurús, pero en vano: su envoltorio le seguía pareciendo desesperadamente grande. Janet se había equivocado de traje. Era un problema de talla. Sería siempre una mestiza con una cara corriente y unas caderas, heredadas de su madre, que revelaban un trasero consecuente que ninguna estratagema conseguiría remodelar: tendría que aguantarse con ese modelo, una pena y un pesar de la talla XXL.

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