El zulú no se inmutó: él dispararía primero.
Dan Fletcher desmadejado en el suelo, Dan Fletcher y sus muñones llenos de arena, Dan Fletcher y su bonita garganta abierta hasta el hueso, Dan Fletcher y su sonrisa sangrienta, Dan Fletcher y sus manos carbonizadas, con las marcas de la rejilla de la barbacoa… Janet Helms había contemplado las fotografías del asesinato con una fascinación mórbida. Habían matado a su amor, el que guardaba en secreto hasta que su mujer la palmara, en esa cama que nunca ocuparía. Janet Helms llevaba dos días llorando, desorientada de tantas lágrimas, con rabia en el corazón, con el corazón ardiendo. Vengaría su muerte. Costara lo que costara.
La mestiza levantó la cabeza del ordenador cuando Epkeen pasó delante de la puerta abierta del despacho. Janet se estiró la falda, que se le había subido, y corrió tras él:
– ¡Teniente! -gritó por el pasillo-. ¡Teniente Epkeen! ¡Por favor!
El afrikáner se detuvo delante de la fuente de agua mineral. Había buscado alguna pista de la chica a la que había conocido en la choza, pero no le sonaba ninguna de los cientos de caras que había visto en los ficheros de la central. Tampoco había reconocido al tipo al que había herido con su knut. Demasiadas juergas: memoria, cero. Fletcher sí habría sabido. Era el disco duro del equipo. Pero Fletcher ya no estaba… Ahí venía corriendo su colaboradora, precisamente, embutida en su uniforme azul marino.
La agente de información conocía a Epkeen por su reputación (de lunático) o por cotilleos (femeninos), pero prefería fiarse de la apreciación de Dan: un hombre al que no le interesaba el poder, aunque muy puntilloso respecto a la forma en que se ejercía, un dandi sin equilibrio que se olvidaba de sí mismo en los brazos de mujeres bonitas. Era imposible que sustituyera a Dan.
– Si tiene un minuto, teniente -dijo, jadeante por la carrera-, he encontrado algo que podría interesarle…
Epkeen consultó su reloj -no era el mejor momento para llegar tarde- y le concedió cinco minutos.
Las cosas de Dan seguían en los estantes del despacho, con la foto de Claire junto al ordenador. Janet Helms se instaló ante la pantalla:
– La policía de Simon's Town ha encontrado el cuerpo de un tal De Villiers -dijo al cabo de un momento-, un surfista de la península… Una patrulla lo sorprendió hace dos días cuando trataba de atracar una farmacia de guardia. De Villiers iba armado y abrió fuego para cubrir su huida: fue abatido en la calle…
Un rostro apareció en los cristales líquidos de la pantalla: un rastafari blanco de unos veinte años, con una larga perilla rematada con una perla.
– Según los testimonios de los empleados, De Villiers se mostró particularmente agresivo durante el atraco -prosiguió la agente-. Histérico perdido. La policía local ya lo había detenido en el pasado por posesión de estupefacientes -marihuana, cocaína, éxtasis-, pero nunca por agresión o atraco a mano armada… Simon's Town no está muy lejos de Muizenberg -añadió-: me he permitido solicitar una autopsia.
Janet temía su reacción -había ido más allá de sus prerrogativas- pero Epkeen consultó su reloj.
– ¿Tenemos ya los resultados?
– Acabamos de recibirlos -la mestiza fue perdiendo el miedo-: De Villiers estaba bajo los efectos de la droga durante el atraco. Un producto a base de tik, que parece haberle hecho perder la razón…
– ¿Metanfetamina y una molécula no identificada?
– Exactamente.
Epkeen encendió un cigarrillo en el despacho, pese a ser zona de no fumadores. Sin duda, De Villiers no sería un caso aislado. ¿Cuántos más se habrían enganchado a esa droga?
– Y hay otra cosa más, teniente -dijo la agente, al notar su impaciencia por marcharse-: al cuadricular el perímetro alrededor de la playa, he reparado en la presencia de una casa deshabitada junto a Pelikan Park. Eso está a cerca de un kilómetro de la choza. He tratado de ponerme en contacto con los propietarios, pero hasta ahora no lo he conseguido.
– Quizá se hayan marchado de vacaciones…
– No: lo que ocurre es que no he obtenido ningún nombre -precisó la mestiza-. Al parecer la venta se efectuó a través de un testaferro, o a nombre de una sociedad a través de un banco extranjero.
– ¿Eso es posible?
– Es perfectamente legal -aseguró Janet-. De la operación se ocupó una agencia de gestión de capital: les he llamado por teléfono, pero nadie ha sabido decirme nada más.
Epkeen torció el gesto: esos idiotas de las inmobiliarias…
– ¿No vive nadie en esa casa?
– No. No se ha alquilado nunca… Quizá la adquirieran con fines especulativos -avanzó Janet-. Si hubiera una ampliación del parque vecino, el terreno estaría en un enclave protegido, lo que doblaría o triplicaría su valor. La casa parece abandonada, a la espera de días mejores. No sé dónde nos lleva todo esto -añadió-, sea como fuere, es la única vivienda situada entre la choza y la reserva de Pelikan Park…
– Siga investigando -dijo Epkeen-. Tiene plenos poderes en este asunto.
Janet Helms era una simple agente de información.