Ali mentía, pero ¿qué decirle si no a esa mujer presa de la angustia? ¿Que había visto a su marido mientras lo despedazaban vivo, que lloraba cuando lo mataron y que él no había movido un dedo con el pretexto de que tenía un cuchillo clavado en la oreja y el cañón de una pistola plantado en los huevos?
– Es todo culpa mía -dijo.
Claire lo escrutaba, pálida bajo el velo que adornaba su peluca. Al principio no dijo nada, buscaba las palabras adecuadas. Ali y Brian eran ya sus amigos: por eso estaba enfadada con ellos. A Dan le daba miedo la violencia física. Su olor en la cama no era el mismo, la noche antes de una intervención policial. Claire había intentado hablar con él, pero su marido fingía indiferencia. Dan tampoco lo había hablado con Neuman, porque éste tenía pensado convertirlo en su brazo derecho, a él y no a Epkeen, que pasaba de todo eso. El rencor de Claire no era tanto por no haber podido salvarlo como por su ceguera ante el temor que le producían esa clase de operaciones. Neuman tenía razón: era todo culpa suya.
– A Dan no le hubiera gustado que hablaran de él en pasado -dijo con voz monocorde-. Así que voy a callarme y a ocuparme de los niños como si mi vida nunca hubiera ocurrido… Os agradezco vuestro apoyo durante mi enfermedad, y también lo que hayáis hecho por él… Pero no quiero vuestra ayuda. -Hundió los colmillos en la carne de sus mejillas-. De ninguna clase, ¿entendido? -No se adivinaban más que fragmentos detrás de sus cristales negros-. Prefiero que no asistáis a la incineración -añadió-. Ni vosotros, ni nadie de la policía.
Claire se bajó el velo negro, que ondulaba en la brisa, y se volvió hacia el tanatorio. Brian hizo un gesto para detenerla.
– Ya lo sé -lo cortó ella-: lo sientes mucho. Adiós.
– Parece cansado -observó Tembo.
– No tanto como esos tipos -contestó Neuman.
Los tsotsis de la playa yacían sobre la mesa de aluminio, sus entrañas abiertas exhalaban un olor dulzón y penetrante. Uno de ellos tenía una herida muy fea en la sien -la bala de Epkeen le había arrancado la mitad del cráneo-. Joey, un negro cojo de unos veinte años, con el que se había cruzado en el solar de Khayelitsha. Sus rasgos y su morfología no eran los de un xhosa, y menos aún de un zulú. Entre sus numerosos tatuajes y escarificaciones había un dibujo en el tríceps, un escorpión en posición de ataque… El joven apodado Gatsha tenía otro igual: el dibujo, que era obvio que había sido realizado hacía ya varios años, no tenía en sí nada especial ni original, salvo las siglas «T. B.»… Neuman sacó fotos de los tatuajes antes de volverse hacia el forense.
Tembo ejecutaba su danza macabra alrededor de un abdomen abierto, el de Charlie Rutanga. Varias cicatrices en los brazos y en el tórax, viejos recuerdos de peleas con navaja, pero ni rastro de escorpión tatuado…
– He sacado muestras de fluidos y de tejidos -dijo Tembo, colocando diversas secreciones en las láminas de cristal de su microscopio-. Aparte de numerosas carencias vinculadas a una deplorable higiene de vida, he encontrado rastros de cerveza casera, gachas de maíz, pan, leche, judías… Vamos, la dieta básica de los townships. Hay también picaduras de insectos, un húmero mal soldado, callos en los pies… Los dos más jóvenes están cosidos a balazos. Media docena cada uno, en diferentes partes del cuerpo… Heridas antiguas.
¿Ex soldados? ¿Miembros de las milicias? ¿Desertores? África escupía asesinos en serie como escupen esqueletos los ríos al llegar la estación seca.
– ¿Y drogas? -quiso saber Neuman.
– Estos tres consumieron marihuana hace poco -prosiguió Tembo-; también he encontrado restos de tik, bastante antiguos, pero no los del famoso cóctel.
El negocio solía consistir en enganchar al cliente a la mercancía, no en utilizarla para destruirlo. Los tsotsis no habían actuado pues por un arrebato de locura…
– ¿Y rastros de iboga?
Tembo sacudió su cabeza cana:
– Nada de nada.
Con el fin del aislamiento provocado por el apartheid, las actividades criminales (tráfico de droga y diamantes) se habían extendido por todo el país: Sudáfrica era un centro de tránsito que albergaba a delincuentes de todos los horizontes. Neuman conducía su investigación desde la comisaría central, en el despacho impersonal de la última planta donde pasaba la mitad de las noches.