Читаем Zulú полностью

Tembo se dirigió hacia ellos, sujetándose el sombrero de fieltro, que amenazaba con salir volando. El también parecía triste y malhumorado. Les comunicó sus primeras impresiones con voz mecánica. Todos los golpes se habían concentrado en la cabeza y en el rostro: con un martillo, una barra de hierro, una porra… No se había encontrado el arma del crimen, pero las similitudes con Nicole Wiese parecían evidentes. El mismo salvajismo en la ejecución del crimen, el mismo tipo de arma. La muerte se situaba hacia las diez de la noche del día anterior. La ausencia de rastros de sangre sobre la arena podía indicar que el cuerpo había sido transportado hasta la playa. Esta vez sí se había producido violación, estaba comprobado.

Epkeen apagó su cigarro en la arena y se guardó la colilla.

– ¿Señales de lucha? -quiso saber Neuman.

– No -contestó el forense-, pero hay cortes en la cintura, son marcas antiguas… Los más recientes tienen varios días, los otros, semanas.

– ¿Señales rectilíneas?

Ali pensaba en las marcas extrañas encontradas en el cuerpo de la primera víctima. Tembo sacudió la cabeza despacio:

– No. Los cortes son poco profundos, lo más probable es que estén hechos con un cúter… Las uñas en cambio sí que han sido cortadas, visiblemente por un cuchillo… Vengan a verlo.

Se arrodillaron junto al cadáver. La punta de los dedos de la chica había sido toscamente mutilada. Tembo señaló la coronilla.

– También le han cortado un mechón de pelo -dijo.

Neuman rezongó. Mechón de pelo, uñas: cualquier sangoma podía conseguir ese tipo de ingredientes de manera más fácil… Vio la blusa rasgada de la chica, donde la sangre se había secado. Los tirantes del sujetador estaban seccionados, y el pecho, lacerado.

– ¿Escarificaciones?

– Más bien parecen letras -dijo Tembo. Levantó la blusa con la ayuda de un lápiz-. O números, grabados sobre la piel a punta de navaja… ¿Ven las tres oes?

La sangre se había coagulado sobre el pecho, pero los cortes, más oscuros, quedaban perfectamente visibles.

– O… lo… lo- descifró Neuman.

– ¿Eso qué lengua es? -reaccionó Epkeen-: ¿xhosa?

– No… zulú.

Os matamos: el grito de guerra de sus antepasados, retomado por la facción más violenta del Inkatha.

8

Una tormenta tropical se abatió sobre Kloofnek. Epkeen puso en marcha los limpiaparabrisas del Mercedes. Tara, que acababa de estallarle como una pompa entre los dedos; la chica de la playa, asesinada a golpes; los medios de comunicación, tras la pista del asesino, las estupideces que iban a contar; vaya mañana de mierda estaba teniendo. La situación tendía a repetirse últimamente. ¿Era todo consecuencia de la muerte de Dan? De pronto sintió ganas de tomarse unas vacaciones, bien largas, de marcharse lejos de ese país que meaba sangre, del mundo asediado por las finanzas y las élites reaccionarias, corrompidas por el dinero, y morirse de amor por la primera que pasara, emborrachándose en cualquiera de sus palacios ridículos, como en las novelas de Scott Fitzgerald… En lugar de eso, subió por la carretera llena de curvas de Tafelberg que llevaba al teleférico y encontró un hueco para aparcar en batería.

La lluvia martilleaba sobre el asfalto al pie de Table Mountain, cuya cumbre se adivinaba apenas entre la bruma algodonosa. Apagó la radio cuando sonaban a pleno volumen Girls Against Boys, le dio una moneda al chaval del dorsal chillón que indicaba dónde aparcar y corrió a las tiendas de souvenirs donde los turistas empapados esperaban el teleférico.

Se podía trepar hasta la cima por los senderos escarpados, pero la lluvia y los atracos que se habían multiplicado en los últimos meses habían terminado por disuadir hasta a los más temerarios. Los turistas que se amontonaban allí eran en su mayoría gordos y paletos, e iban vestidos como campesinos en una boda; Epkeen lo veía todo negro, pero un trocito de cielo azul asomaba ya bajo el gris antracita. El teleférico se puso por fin en marcha. La cabina pasó rasando por encima de las faldas de la montaña, un kilómetro de desnivel bajo el traqueteo de los aparatos digitales. Empujadas por el viento, las nubes envolvían las cumbres formando una suerte de humo, y poco después llegaron. Epkeen dejó a los turistas extasiados ante las vistas de la ciudad y, sin dignarse contemplar el océano agitado, tomó el sendero que llevaba a Gorge Views.

Tony Montgomery había cantado a la reconciliación nacional, y algunos de sus éxitos habían dado la vuelta al mundo. Loving Together, A New World, Rainbow of Tears, cantados en varias lenguas -como el nuevo himno sudafricano- habían hecho de él una estrella. A Epkeen las letras de sus canciones le parecían empalagosas a más no poder, y la música, mala de cojones, pero sus intenciones loables lo habían hecho popular. Montgomery tenía una hija, Kate, a la que mantenía apartada de la fama.

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