Simón también estaba intoxicado. Más que eso, era adicto perdido. Eso podía explicar su estado famélico, la agresión contra Josephina, pero no las causas de su muerte. Simón había muerto por envenenamiento en la sangre, pero no lo había matado una sobredosis: había muerto de sida. Un virus fulminante.
Además de por la violencia, Sudáfrica estaba asolada por el VIH. El veinte por ciento de la población era portadora del virus, una de cada tres mujeres en los townships, y las perspectivas eran aterradoras: dos millones de niños perderían a sus madres en los próximos años, y la esperanza de vida, que ya había disminuido cinco años, iba a disminuir otros quince, hasta rondar los cuarenta años en 2020. Cuarenta años…
El gobierno le estaba echando un pulso jurídico a la industria farmacéutica, que no aceptaba distribuir medicamentos genéricos a las personas infectadas; por fin se había aprobado el acceso a los antivirales, con la ayuda de la comunidad internacional y de una campaña de prensa virulenta, pero el tema seguía candente. Para el gobierno sudafricano, una nación era como una familia unida, estable y nutritiva, que se desarrollaba plenamente en un cuerpo sano; una familia disciplinada: el presidente invalidaba las estadísticas de contagio, el índice de mortalidad y la violencia sexual que, según él, pertenecían a la esfera privada. Acusaba a la oposición política, a los activistas del sida, a las multinacionales y a los blancos, siempre dispuestos a estigmatizar las prácticas sexuales de los negros, recluidos al banquillo de los acusados: el «peligro negro», resurgimiento del apartheid. Por todo ello, el sida se consideraba una enfermedad banal vinculada a la pobreza, la malnutrición y la higiene, excluyendo explícitamente el sexo. Una enfermedad de consecuencias intolerables, sobre todo en materia de costumbres masculinas. Según ese punto de vista, y para contener la plaga, la política sanitaria del gobierno en un principio había preconizado el ajo y el zumo de limón después de las relaciones sexuales, así como ducharse o utilizar cremas lubricantes. El rechazo a los preservativos, considerados no viriles y un instrumento de los blancos, pese a las distribuciones gratuitas, completaba un panorama bastante desesperado de por sí.
Jacques Raymond, el médico belga de la organización Médicos sin Fronteras, que trabajaba en el dispensario de Khayelitsha, sabía de lo que hablaba: vacunas, pruebas, consulta a domicilio, foro de información, Raymond llevaba tres años recorriéndose el township de una punta a otra, y había perdido la cuenta de los muertos. Neuman pidió la ficha de Simón Mceli, y el médico no puso pegas: violencia, enfermedad, drogas…, la vida de los niños de la calle no tenía ningún valor en el mercado, ni siquiera valía un juramento de Hipócrates.
Raymond tenía un bigote pelirrojo impresionante, finas manos que la nicotina había vuelto amarillentas y un marcado acento francés. Abrió el archivador metálico de su despacho y sacó la ficha correspondiente.
– Sí -dijo, tras echarle una hojeada-, sí que atendí a este niño, hace veinte meses… Aprovechamos para hacerle un chequeo, pero Simón no era portador del virus: la prueba dio negativo.
– Según la autopsia -prosiguió Neuman-, el virus del que se contagió mutó a una velocidad poco frecuente.
– Puede ocurrir, sobre todo en personas de constitución débil.
– Simón estaba bien cuando lo examinó, ¿no?
– Veinte meses es mucho tiempo cuando se vive en la calle -contestó el belga-. Jeringuillas infectadas, prostitución, violaciones: los niños de la calle empiezan a drogarse cada vez más jóvenes, y con los miles y miles de tipos que piensan que van a curarse del sida desflorando a vírgenes, a menudo suelen ser las primeras víctimas.
Neuman conocía las estadísticas de asesinatos de niños, una cifra que ascendía a velocidad vertiginosa.
– Esas creencias las fomentan las sangomas del township -insinuó.
– Bah -dijo el médico, no muy convencido-: no todos son tan atrasados… También está la medicina tradicional… El problema es que cualquiera puede declararse curandero: después, es solo cuestión de persuasión, de credulidad y de ignorancia. Aquí, a los enfermos de sida se los considera unos parias; la mayoría está dispuesta a creer lo que sea para curarse. Los microbicidas no han estado a la altura de lo que prometían -añadió con amargura-: nuestras campañas para la utilización del preservativo son como predicar en el desierto…
Pero Neuman pensaba en otra cosa:
– ¿Cuánto dura el período de incubación, quince días?
– ¿Del sida? Sí, más o menos. ¿Por qué?