Los americanos se pasearon por el asentamiento con los bolsillos llenos de rands, y las lenguas se desataron. El Toyota estaba escondido bajo una lona en el patio trasero de un backyard shack: pintura, embellecedores…, habían empezado a maquillar el 4x4 para la huida. Gulethu y sus esbirros se escondían en un agujero cercano, excavado en el suelo, con una tela de saco por encima para taparse…
– ¿Qué esperabas, Saddam Hussein? -se burló Mzala, dirigiéndose al rostro lívido que colgaba de la viga del hangar-. ¿Una señal de los espíritus para tentar a la suerte, con tu coche pintado y tus tres chalados? Venga ya…
Qué desgraciado.
A Gulethu le ardían los intestinos. El Gato le tenía reservado un reencuentro de lo más emotivo, pero Terreblanche lo quería intacto… El jefe acababa de llegar, con su camisa caqui remangada enseñando los bíceps, acompañado de dos esbirros de cabeza rapada, blancos de pura cepa, a los que el Gato odiaba cordialmente…
– ¿Es él? -le preguntó Terreblanche.
– Sí.
Los pies de Gulethu no tocaban el suelo. Llevaba varias horas colgado de la viga y se retorcía entre muecas de dolor. Era un zulú de rasgos toscos, más cerca del primate que del hombre: barbilla prominente, frente baja, arco ciliar de retrasado congénito, y esos ojos marrones tan feos, trémulos de fiebre… Terreblanche hizo restallar su fusta contra la palma de la mano.
– Y ahora me lo vas a contar todo -le dijo-: desde el principio… ¡¿Me oyes, cara mono?!
Gulethu seguía retorciéndose, colgado de la cadena. Mzala le había metido guindilla por el recto, y la especia le iba quemando lentamente los intestinos… Terreblanche no necesitó utilizar la fusta: Gulethu contó lo que sabía. Su voz aguda y chillona no cuadraba con su relato, delirante. Estoico, Terreblanche escuchó las idioteces del zulú -ésa era la clase de espécimen que su hijo menor quería salvar, un cafre de pies de chimpancé, perverso y psicópata-. Se sacó dos bolsitas del bolsillo, las que llevaba encima Gulethu cuando lo encontraron. -¿Y esto qué es?
En el interior del plástico había un polvo verdoso y compacto.
– Plantas -contestó Gulethu, con un gesto de dolor-. Plantas mezcladas… Me las dio la umqolan…
– ¿Y qué pensabas hacer con ellas?
– Un ritual… El intelezi… Para curarme.
Un ritual zulú previo al combate… Terreblanche reflexionó bajo la chapa recalentada del hangar. Mzala acababa de decirle que un poli de la ciudad había ido esa misma mañana al Marabi, el jefe de la policía criminal, Neuman en persona. Ali Neuman… Terreblanche había conocido a su padre, Luyinda, un agitador político, al que habían matado a golpes: su mujer y su hijo pequeño habían cambiado de enclave y de nombre -Neuman, «hombre nuevo», una contracción del afrikáans y el inglés. Él también buscaba a la banda…
7
– ¿Papá se está quemando?
– Sí, mi vida.
– ¿Y adónde va?
– Papá va a subir al cielo para formar allí una nube muy bonita…
Tom suspiró, visiblemente circunspecto. A Eve también le parecía que el tiempo transcurría muy despacio. Su duelo tenía que pasar por la prueba del fuego, y Claire los tenía abrazados a ella, ante el horno que se había tragado el ataúd de Dan. La tristeza es contagiosa, Claire lo sabía, pero necesitaba la fuerza de sus hijos para borrar sus visiones de pesadilla. Los niños no sabían lo que le había pasado a su padre, sólo que lo habían matado unos hombres malos… La mujer temblaba ante el crematorio. Se preguntaba por qué le habían cortado las manos, le habría gustado oír las explicaciones de los asesinos, las razones que les habían llevado a hacer todo ese mal, si es que existían…
Por el horroroso hilo musical sonaba What Will You Say, una canción de Jeff Buckley que ella cantaba con Chris, su guitarrista negro. A Dan le encantaba: una voz como una onda en suspenso que se volvía trágica, Jeff y su sonrisa etérea, que, como su padre Tim, se había ahogado, una noche de borrachera, en el Misisipí… Claire no se sentía agotada pese a los calmantes: sólo violenta. El cáncer, la radioterapia, el pelo que se le había caído a puñados, a todo eso se había enfrentado con una valentía que no sabía que tuviera, pero nadie la había preparado para esto.
Ya de niña, bastaba una sonrisa y le brotaba la aureola de santa: para la gente, Claire era aquella a la que nunca le pasaría nada malo, era tan bonita… Tonterías. Todo falso. No era necesario bañarse de noche en el Misisipí. El angelito rubio que salía sonriendo en las fotos ya no tenía aureola, ni siquiera tenía pelo. Su marido había muerto: la había palmado.
Su hermana Margot no esperó al final de la cremación para llevarse a los niños a casa: reunir las cenizas y arreglar las últimas formalidades llevaría horas, y Claire necesitaba estar sola con él, por última vez.