Un ligero viento de pánico barrió el shebeen. Junto a la columna, Sanogo miraba a unos y a otros; los policías, muy alertas, apretaban la culata de sus armas. No estaban en su territorio…
– Nosotros no sabemos nada -aseguró Mzala-. El nuestro es un negocio tranquilo. Sólo hierba, nada de polvo. Es demasiado caro para nuestra clientela y sólo trae problemas… -Escupió en el suelo-. Es la verdad, hermano: un negocio tranquilo…
Sus pupilas amarillas, sin embargo, afirmaban lo contrario. Neuman vaciló. O ese tipo decía la verdad, o tendrían que llevárselo a la comisaría para someterlo a un interrogatorio más serio, eso a sabiendas de que el resto de la banda seguramente ya había rodeado el shebeen y esperaba, fusil en mano, a ver cómo evolucionaban las cosas… Parecían haberse cerrado las filas alrededor de ellos. Siendo sólo nueve hombres, y mal armados, no tenían muchas probabilidades de salir de allí sin problemas.
– Deberíamos marcharnos -le susurró Sanogo por detrás. El jaleo de los clientes amontonados en el local se iba haciendo cada vez más fuerte; algunos empezaban ya a mirar por las ventanas abiertas. Bastaba un empujón, y la intervención degeneraría en un motín…
– Espero por ti que me hayas dicho la verdad -soltó Neuman a modo de despedida.
– Yo también -replicó Mzala.
Pero eso no quería decir nada.
Un torbellino de polvo atravesó el solar. Neuman se abrió paso por la basura. Los obreros se habían vuelto a sus casas, sólo quedaban los niños, atraídos por los vehículos policiales y el ruido del viento en los andamios del gimnasio. Latas de bebida vacías, envoltorios grasientos y trozos de chatarra cubrían el suelo. Neuman reconoció el tubo de hormigón por el que Simón se había escapado unos días antes. Una evacuación de agua, según los planos que había conseguido…
Sanogo y sus hombres se mantenían a distancia, a la sombra. Neuman se agachó y asomó la cabeza por la apertura del tubo: el conducto era apenas lo bastante ancho para que le cupieran los hombros. El haz de su linterna bailó un momento sobre las paredes de hormigón antes de perderse en la oscuridad… No sin esfuerzo, Neuman consiguió introducirse en el conducto.
Olía a orines, apenas podía levantar los codos; al final se puso a reptar, con la linterna entre los dientes. El tubo parecía hundirse en la oscuridad. Levantó la cabeza, y ésta chocó contra el hormigón. Iba haciendo más fresco a medida que avanzaba. Neuman reptó unos diez metros más antes de detenerse. Ya no olía a orines, sino a algo desagradable y fuerte: a descomposición.
Simón estaba allí, bajo el haz de su linterna: envuelto en una manta sucia hecha jirones. Tardó un tiempo en reconocerlo: su rostro estaba necrosado y lívido, su vientre, bajo la manta, devorado en parte por las ratas y otros animales… Neuman dirigió la luz de su linterna hacia los objetos que había allí tirados y reconoció el bolso de Josephina. Había también una botella de agua junto al cadáver, velas consumidas, un paquete de galletas vacío y una fotografía, que ni la humedad ni las ratas habían tocado y que el niño sujetaba aún entre los dedos. La fotografía de su madre.
6
Mzala tenía el apodo de el Gato, pues según decían, le gustaba jugar con sus víctimas antes de matarlas. Mzala sabía que su situación de jefe de banda era efímera, y el miedo, su mejor aliado. Ahora que Gulethu y el resto de su banda habían desaparecido, más le valía cuidar muy mucho de su capital. Por muy gato que fuera, los otros lo iban a linchar.
Por suerte, por fin habían dado con la umqolan, la vieja bruja que velaba por el chalado de Gulethu. Una cabaña en el asentamiento, o más bien un montón de tablas con pieles de animales, muertos desde hacía mil años, clavadas en la puerta. Mzala fue en persona a buscarle las cosquillas a la vieja loca y, como era su costumbre, la atormentó largamente. Los demás, aunque poco dados a la compasión, tuvieron que apartar la mirada. Entre dos sollozos, la umqolan le dijo lo que sabía: Gulethu había pasado dos días antes por su cuchitril asqueroso y se había llevado el dinero que ella le escondía, antes de marcharse, a toda prisa, con el Toyota y el puñado de hombres que lo acompañaban… A las siete de la tarde, el día de la matanza en la playa de Muizenberg… Los americanos vigilaban los accesos al asentamiento desde mucho antes del atardecer: a menos que hubieran huido a pie, Gulethu y su banda seguían por ahí -no se había encontrado el Toyota, ni siquiera calcinado-. Mzala martirizó a la umqolan para saber dónde se escondían los fugitivos, pero ésta cerró los ojos para no volver a abrirlos. Al menos no en ese estado. Mzala todavía sentía escalofríos, vieja bruja…