Esperó hasta que se hubo marchado toda la familia, luego cogió la urna y condujo hasta su cala, junto a Llandudno. Era su peregrinación de enamorados, una manera de reencontrarse y, hoy, de separarse. Las olas lamían la playa desierta, un horizonte crepuscular en el que dispersaría sus restos. Claire apretó la urna contra su corazón y caminó entre la espuma, todo lo lejos que pudieron llevarla las piernas. Por el camino le iba hablando, palabras de amor, las últimas, antes de arrojar al agua lo que quedaba de él. Las cenizas flotaron un momento en la superficie, antes de que los torbellinos las arrastraran. También la urna se hundió, un Titanic agitado entre los remolinos…
– ¿Tienes hambre? -preguntó Margot-. He preparado pollo con ciruelas pasas.
Su plato preferido cuando eran niñas. Claire acababa de volver a casa.
– No, gracias.
Sus miradas se cruzaron. Compasión, desamparo. Hablarían mas tarde, cuando los niños se hubieran ido a la cama.
– ¿Qué le ha pasado a tu vestido? -dijo la hermana, para hablar de algo-. ¿Te has fijado?
El sol, al secarse la tela, había dejado círculos claros en su vestido negro. Claire no contestó. Los niños, sentados a la mesa de la cocina, apartaban los trozos de ciruela. Margot apretó el hombro de su hermana pequeña, aunque no sirviera de nada.
– Mamá -se quejó Eve-. Ya no me gustan las ciruelas pasas…
Claire reparó en la caja sobre el mostrador de la cocina.
– ¡Ah, sí! -dijo Margot-. Un amigo tuyo pasó antes a dejarte este paquete: uno alto y moreno, con pinta de estar medio dormido… -Se volvió hacia los niños-. Que sí, hombre, ¡pero si están muy buenas!
Se trataba de una caja de hojalata que costaba diez veces su precio en las tiendas de Long Street. Dentro, Claire encontró fotos de ella y los niños, ella y Dan, ella sola, entre los pájaros del parque Kruger… Había también un folleto de viaje a Europa, sus cuadernos de investigación, que Dan conservaba porque tenía fobia a los virus informáticos, dos o tres regalos elaborados por los niños en el colegio, y las palabras de otro, en una hoja blanca doblada por la mitad:
Dan no guardaba casi nada en los cajones de su mesa, lo tenía todo en su cabeza. Pensé que te gustaría conservar sus cosas. No sé qué decir, Claire: ¿amistad?, ¿ternura? Llama en cuanto puedas. Un beso también de parte de Ali.
Brian
Palabras como él, bellas y torpes.
Tara apareció en el despacho de Epkeen, y el mundo, durante un instante, se tornó azul Klein. La amazona había cambiado su atuendo de montar por un vaquero ceñido y una camiseta igual de sexy. Se paseó por la habitación desordenada como si estuvieran visitando juntos su primer apartamento, y se inclinó sobre la cristalera que daba al mercadillo de Greenmarket Square antes de volverse hacia Epkeen, que seguía su deambular, enfrascado en sus pensamientos.
– ¡No está mal la vista!
– Usted lo ha dicho.
Tara era tan guapa de espaldas como de frente.
– Gracias por venir -le dijo él, a modo de preámbulo.
– Hay que estar siempre dispuesto a ayudar a la policía -contestó, sin creerse ella misma lo que decía-. ¿Dónde me siento?
– Donde quiera.
Tara apartó las carpetas que estorbaban el paso y apoyó su generoso trasero en el borde de la mesa. Desde esa altura lo dominaba, se balanceaba por encima de él con aire alegre, visiblemente consciente de su propio encanto, hasta el punto de que Brian sintió que se mareaba… Abrió los iconos de la pantalla de su ordenador.
– ¿Nos va a llevar mucho tiempo?
– Eso depende de lo que recuerde.
– Apenas sé a qué día estamos hoy -bromeó Tara.
Era el 8. El día de la cremación de Dan.
– Pero haré un esfuerzo -añadió-, prometido.
– Bien, he preparado una selección de vehículos que coinciden con la descripción que usted me dio. Dígame sí, no o quizá.
– ¡Trato hecho!
Brian se preguntó de dónde saldría esa agitadora anatómica, redujo la tensión de la corriente eléctrica que lo atraía a ella y no tardó en volver a poner los pies en el suelo: la pantalla de su ordenador se llenó de 4x4. Tara sacudió su larga cabellera morena, en un signo de negación. Su atención era total, sus ojos azul cobalto lanzaban chispas luminiscentes al cristal líquido de la pantalla, los vehículos todoterreno desfilaban por decenas, con o sin barro, 4x4, 6x6, defensas frontales de todos los tamaños, modelos de todas las marcas, no, no, no, no, no, no, no, no…
– ¿Se ha fijado -dijo, al cabo de un rato-, que en las fotos al volante sólo salen hombres…?
– Las mujeres pasan de los 4x4, ¿no?
– Apasionadamente.
– Es usted de lo más… -Se volvió a la pantalla-. ¿No encuentra nada que se le parezca?
Tara hizo una mueca ante el modelo propuesto:
– No -dijo-. El mío era un todoterreno grande, alto…
– ¿Feo?
– Feísimo.
Hizo una mueca de asco.
Epkeen se fue directamente a la marca Pinzgauer.
No tuvo que esperar mucho.
– ¡Ese! -exclamó Tara-. ¡El Steyr Puch 712K!
La amazona tenía de pronto cinco años y medio, y a él el cerebro se le iba separando en cubitos azules.
– ¿Está segura de que es este modelo?
– Si no es ése, es primo hermano suyo.