Sanogo estaba allí, con su ejército. Había un tipo con él, un negro alto y musculoso que lo observaba desde los grifos de cerveza; llevaba la cabeza rapada, y su mirada era dura como una piedra. Su traje debía de valer unos cinco mil rands. Nada que ver con los otros polis…
– ¿Qué coño está haciendo aquí, Sanogo? -le espetó Mzala.
– Este caballero dirige la policía criminal de Ciudad del Cabo -contestó el superintendente, volviéndose hacia el interesado-: querría hacerle unas cuantas preguntas.
Neuman veía a Mzala por primera vez: un negro anguloso de ojos desleídos, vestido con una camiseta de una marca barata de whisky; tenía largas uñas afiladas, gruesas como si fueran de cuerno…
– ¿Ah, sí, no me diga?
Dos negros enmarcaban al jefe de la banda. De una patada en la entrepierna, Neuman convirtió al primero en estatua. El tipo se quedó un segundo desconcertado, antes de torcer la cara con una mueca. Su acólito tuvo la desgracia de moverse: Neuman apuntó a la pierna que sostenía el peso del cuerpo y, de un talonazo, le desencajó la rodilla. El negro dejó escapar un grito de dolor, retrocediendo hacia la pared metálica.
– Hoy no estoy muy pacífico -rugió Neuman, acercándose al cabecilla-. A partir de este momento, las preguntas las hago yo, y tú contestas sin hacerte de rogar, ¿entendido?
Mzala olía a sudor rancio y a puñalada trapera. Dina se arrimó a él como un pez piloto al tiburón.
– Aquí no encontrará nada -contestó, sin una mirada a sus hombres, vencidos a patadas-. Mejor haría en marcharse por donde ha venido.
– Y tú en cambiar de registro: hoy vengo a hacer preguntas, mañana puedo volver con los Casspir.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Mzala, algo más conciliador.
– Una nueva banda que vende droga en la costa -dijo Neuman-. Han matado a uno de mis hombres.
– No tengo ningún motivo para meterme con la pasma. Tenemos nuestros pequeños acuerdos, como en todas partes: pregúntele al jefe -dijo, tomando a Sanogo por testigo-. Nosotros los americanos nos contentamos con vender dagga. Somos legales -se defendió-: ¡joder, si hasta pago por mi licencia!
No era algo frecuente.
– ¿Y quién te hace la competencia?
– La mafia nigeriana -dijo Mzala-. Unos hijos de puta, hermano, unos verdaderos hijos de puta…
Su mueca despectiva se perdió en el escote de la shebeen queen.
– ¿Y dónde puedo encontrar a esos hijos de puta?
– A dos de ellos, en la fosa común -contestó Mzala-; otro, enterrado en cal viva; los demás se habrán largado. En cualquier caso, hace tiempo que no se les ha visto el pelo por aquí. ¡Y me extrañaría que volvieran esos maricones!
Se oyeron algunas risas. Neuman se volvió hacia Sanogo, que inclinó la cabeza para asentir: ajustes de cuentas entre bandas. Les dejaba hacer sin meter demasiado las narices en sus asuntos. El zulú le tendió las fotos digitales de los asesinos de la playa:
– ¿Habéis visto alguna vez a estos hombres?
Poco expresivo de por sí, el rostro de Mzala se congeló.
– No… Y mejor para mí, porque no tienen muy buen aspecto.
Su ironía no encontró eco.
– Qué curioso -dijo Neuman-, porque hace cosa de diez días vi a uno de ellos cerca del solar del gimnasio: es decir, en mitad de vuestro territorio.
Mzala se encogió de hombros.
– No tengo ojos en todas partes.
– Trafican con una nueva droga a base de tik.
– No sé nada de eso. Pero si es verdad, no debería tardar en enterarme.
– La mafia nigeriana controla el tik -prosiguió Neuman.
– Puede, pero no en nuestro territorio. Ya le he dicho que hace meses que no vemos a esos hijos de…
– Puta, sí, ya lo sé. ¿Y esos tatuajes?
– Un escorpión, ¿no?
– Oye, pues sí que sabes tú de animales, ¿no?
– Los reportajes de la tele, que te alimentan el cerebro -se burló Mzala.
– Una bala en la cabeza también alimenta que no veas. ¿Y bien?
El tsotsi tenía la mitad de los dientes podridos, tributo pagado a la malnutrición infantil, y los brazos, cubiertos de cicatrices.
– No puedo decirle nada -masculló-: no he visto nunca a esos tíos. Pero si los veo rondar por aquí, cuente conmigo para darles su merecido.
– Se estaban metiendo con este chaval -insistió Neuman, enseñándole la foto escolar-: Simón Mceli.
Mzala esbozó una sonrisa torva.
– Pero si parece un angelito.
– ¿Lo conoces?
– No. Me traen sin cuidado los niños.
Mzala sólo había tenido un hermano pequeño, todavía más ladrón que él, que se había matado como un imbécil, haciendo el ganso con su pipa.
– Stan Ramphele, ¿tampoco te dice nada ese nombre? ¿Y su hermano Sonny, que traficaba en la playa de Muizenberg?
El xhosa negó con la cabeza, como si Neuman fuera muy desencaminado.
– Nuestro negocio es la dagga y la defensa del territorio -repitió-: sus hermanos y lo que trapichearan en la costa no es asunto nuestro.
Neuman le sacaba una cabeza al jefe de la banda.
– Qué raro -le dijo bajito el zulú-, los tipos a los que busco se parecen mucho a ti, tienen la misma pinta de hijos de puta.