De buenas a primeras a él también.
Sólo tenía que encontrar un caballo de temperamento depresivo al que le gustara la cerveza belga.
– ¿Y cuándo fue eso?
– No lo sé… -Se encogió de hombros. Llevaba una camiseta ceñida-. Hará unos diez días o así…
– Y desde entonces, ¿no ha vuelto a ver a nadie?
– Sólo a usted.
Sus perlas azules lo atravesaban como si fuera antimateria.
– Si le enseño una lista de vehículos similares, ¿cree que podría identificar al 4x4 en cuestión?
– ¿Es usted policía?
– A veces.
El frisón mordía su bocado, con el casco febril. La mujer dio una vuelta completa sobre sí misma.
– ¿Trabaja en el club hípico? -le preguntó él, al final del ballet.
– No. Me contento con montar… Tiene tres años -dijo, dándole palmaditas en el cuello al animal-, todavía es fogoso. ¿Le gustan los caballos?
– Prefiero los ponis -contestó él.
La mujer se echó a reír, lo que puso aún más nervioso al caballo.
– Ya decía yo que no tenía usted pinta de que le gustaran los caballos.
– ¿Ah, no?
– Es a mí a quien mira, y el animal siente que le tiene usted miedo -dijo ella, asintiendo con la cabeza-: de haberle gustado los caballos, habría hecho exactamente lo contrario…
– ¿Aun así me puede dar su número de teléfono?
Ella asintió, y él sacó su libreta para apuntarlo. El frisón golpeaba el suelo con los cascos, muerto de impaciencia, con los ojos saltones fijos en el mar.
– Me llamo Tara -concluyó ella, antes de tenderle la mano por encima de la verja-. ¿Lo llevo a algún sitio?
– Otro día, si quiere… Iremos a cualquier parte.
Ella sonrió como un demonio:
– ¡Bueno, pues nada, qué se le va a hacer!
La amazona tiró hacia un lado de la brida del animal y, con un golpe del talón, liberó a la furia que bullía entre sus piernas. No tardaron en desaparecer, entre cielo y bruma… Epkeen permaneció plantado ante su pedazo de alambrada, escéptico, antes de regresar a la realidad.
El viento formaba remolinos en el patio. El sol, aplastante, estaba alto en el cielo, y las gaviotas parecían vigías… El afrikáner se volvió hacia el edificio, aislado bajo los pinos.
La casa descubierta por Janet Helms parecía una antigua estación meteorológica, con sus persianas cerradas y su antena oxidada. Fue hasta la puerta blindada e inspeccionó la fachada. Era una casa de un solo piso, no se veía ningún cartel que indicara que estaba vigilada por ninguna empresa de seguridad, no había más que un tejado inclinado y un tragaluz con barrotes tapado con cartones. Todo parecía cerrado a cal y canto, abandonado… Lo del 4x4 le había dejado una impresión extraña. Rodeó la casa.
Epkeen no tenía orden judicial, pero sí un pequeño sacaclavos, guardado en la funda de su pistola: pensaba forzar la puerta de atrás, pero no estaba cerrada. ¿Sería una casa ocupada? Empuñó su arma y se pegó contra la pared. Cargó la pistola, empujó la puerta despacio y echó un vistazo al interior. Las corrientes de aire se colaban por la puerta abierta, topándose con alguna que otra mosca. Apuntó hacia la penumbra. En la casa olía a cerrado, y Epkeen percibió también otro olor extraño, removido por el viento que soplaba fuera. Se dirigió a la habitación vecina, que estaba vacía; encontró el interruptor -la electricidad funcionaba- y una tercera habitación que daba al patio pero tenía las ventanas condenadas. En el suelo de cemento había una mesa de madera, manchada de pintura y, sobre ella, pinceles de cerdas endurecidas, trozos viejos de papel de pared arrancados y moscas que zigzagueaban nerviosas a su alrededor. Seguía flotando en el aire ese mismo olor desagradable que había notado antes.
Una puerta llevaba al sótano; Epkeen se inclinó sobre los escalones y, al instante, se llevó la mano a la cara. El olor venía de ahí: un olor a excrementos. Un olor espantoso a excrementos humanos… Pulsó el interruptor y contuvo el aliento. Una nube de moscas zumbaba en el sótano, miles de moscas. Bajó los escalones, con el dedo crispado sobre el gatillo. El sótano ocupaba toda la planta del edificio, era una habitación con todas las aperturas taponadas donde reinaba una atmósfera como de fin del mundo. Se estremeció, con los ojos helados, y contó tres cadáveres bajo la nube de moscas: dos hombres y una mujer. El estado espantoso de los cuerpos recordaba a los cobayas de Tembo. Con el cuero cabelludo arrancado y los miembros separados del cuerpo, reposaban en un charco de sangre coagulada, anegado de moscas. Cuerpos deformes, despanzurrados, sin dientes, con el rostro lacerado, irreconocible. Un campo de batalla a puerta cerrada, aislado. Una jaula… Levantó la mirada de los cadáveres y vio las paredes, cubiertas de excrementos. Alguien había untado de mierda toda la habitación, a altura humana…