Читаем Zulú полностью

Al principio, Maia se había preguntado si ese poli alto de ojos de piedra no sería otro de esos locos, a la vez fascinados y horrorizados por el sexo de las mujeres -podía acariciarla durante horas, ir y venir sobre ella como una crema de doble filo- pero, después de todo, había conocido cosas peores. Su nuevo novio podía sobarla todo lo que quisiera, podía pedirle que blandiera el trasero para que él pudiera frotarlo con cubitos de hielo (código número tres), con la punta del dedo acariciarle el ano (código número cinco), podía penetrarla con todo lo que quisiera e incluso con lo que ella no quería, Maia no era muy tiquismiquis. Sobrevivía en Marenberg como podía: mediante el trueque, buscándose la vida, haciendo algún trabajillo aquí y allá, con la pintura, algún hombre que otro… Habían pasado dos años desde el principio de su relación, dos años en los que todo había cambiado. Hoy Maia acechaba sus pasos en la escalera, sus golpes con los nudillos en la puerta de su casa, su rostro, sus manos sobre su cuerpo, ella, que era su animal de compañía… Con el tiempo, la mestiza había pasado de la obligación al suplicio más dulce. Nunca antes nadie la había acariciado así. Nunca antes nadie la había acariciado en absoluto.


Era más de medianoche cuando Ali llamó a su puerta. Maia se despertó sobresaltada: no le había avisado de que vendría. Se puso el camisón que le había regalado hacía un mes, ahuyentó el sueño hasta la puerta de entrada, descorrió el cerrojo y se lo encontró ahí, con una expresión devastada.

Tenía la oreja vendada y una mirada dolorosa bajo la luna. Había ocurrido algo, Maia lo supo enseguida. Le puso la mano en la mejilla para consolarlo, pero él se zafó.

– Tengo que hablar contigo -dijo.

– Claro… Entra.

Maia no sabía qué decir ni cómo comportarse. Nunca habían hablado de amor. Nunca se había tratado de eso. Era ya un milagro que se dignara tocarla. Maia en el fondo se sentía impura, mancillada, sin honor, y él venía de una familia culta, un clan de alto rango, sin duda. Maia se imaginaba mil cosas -Ali no le hacía el amor por miedo a rebajarse, a comprometerse con una chica del campo, una mestiza que había ido de catre en catre y que él había recogido del arroyo-. Maia no sabía nada de sus sentimientos, de sus placeres extraños, pero albergaba esperanzas, pese a todo, porque era su naturaleza.

El hombre al que amaba no se tomó el tiempo de sentarse: su mirada la hizo retroceder hasta el sofá.

– No voy a volver más -dijo de pronto.

– ¿Qué?

– Teníamos un acuerdo: te libero de él.

Su voz ya no era la misma: venía de las tinieblas, de un lugar donde Maia nunca había puesto los pies, un lugar al que nunca iría.

– Pero… Ali… No quiero que me liberes. Quiero quedarme contigo.

Neuman no dijo nada. Miraba los cuadros orgullosamente expuestos en la pared del salón, dibujos ingenuos garabateados en trozos de madera, colores vivos para representar escenas de la vida en el township. Eran audaces, patéticos y malos.

– Seguiré ayudándote -le dijo-, si es eso lo que te preocupa.

Sentada en el sofá donde la había arrinconado, Maia apretó los dientes: ya no era cuestión de dinero, y él lo sabía muy bien. Le iba a estallar el pecho de rabia. Hasta él, que era tan bueno, la dejaba tirada como a una perra: la devolvía a su papel de animal de compañía.

– ¿Ya no me quieres en tu vida?

– Eso es.

Su maldad le hacía daño. Había pasado algo desde la semana anterior. No podía abandonarla así, sin darle una explicación.

– ¿Has encontrado a otra chica?… ¿Es eso? ¡¿Has encontrado a otra desgraciada que creerá que la salvarás?! A no ser que tengas varias -se sulfuró ella-. Un harén, así se llama, ¿no?

Se oyó como un disparo, a lo lejos, en la noche, o un portazo.

– Cállate -dijo Neuman, en voz muy baja.

– ¿Te la tiras?

– ¡Cállate!

– Dime -le espetó, con una expresión cargada de hiél-: ¿a ella sí te la tiras?

Ali le levantó la mano, y ella, por puro instinto, se protegió la cara. El golpe fue tan rápido que Maia sintió el desplazamiento de aire sobre su cabello despeinado: el puño le rozó la sien antes de estrellarse contra la pared, que crujió bajo el impacto. Maia dejó escapar un grito de estupor. Ali golpeó la pared con todas sus fuerzas, varias veces: destrozó uno por uno sus cuadros colgados, hizo añicos el tabique de contrachapado, con las manos desnudas. La madera salía despedida por toda la habitación mientras él se ensañaba, los fragmentos caían sobre su pelo, Maia gritaba para que parara, pero los golpes seguían cayendo sin fin: iba a hacerlo todo pedazos, a ella, la casa, su vida, a puñetazos.

La tormenta paró de pronto.

Maia gemía bajito, sin atreverse ya a moverse, acurrucada en el sofá. Se aventuró a mirar entre las manos con las que se protegía el rostro, muerta de miedo: Ali estaba de pie delante de ella, con el puño apretado, lleno de arañazos y de astillas, y con los ojos resplandecientes de rabia.

Salió de sus entrañas una suerte de maullido, un sonido que le heló la sangre:

– Cállate…

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