Neuman reparó en la pequeña cicatriz que tenía encima del labio.
– ¿Quién habla de otros asesinatos?
– Sus ojos están llenos de otros asesinatos… ¿Me equivoco?
Zina lo miraba como si lo conociera. Neuman cambió de tema:
– ¿Por qué no colaboró con la policía?
– Qué pesado es usted con sus preguntas.
– Y usted con sus respuestas.
Las facciones de Zina se agudizaron, a escasos centímetros de su rostro. La conversación viró bruscamente.
– Escuche lo que voy a decirle, Ali Neuman, escuche bien… He visto a policías pisotear el vientre de mi madre, todavía la oigo gritar porque estaba embarazada, y todavía oigo callarse a mi padre: ¡sí, todavía lo oigo callarse! ¡Y todo porque no tenían más derecho que ése, esos pobres negros! El hijo que esperaba no sobrevivió, y mi madre murió por ello. ¡Y cuando mi padre quiso denunciarlo, se le rieron en la cara, a él, un induna! Unos policías vinieron un día a decirle que había sido depuesto de su cargo de dirigente por insubordinación a las autoridades bantúes. Fueron también policías quienes vinieron a echarnos de nuestra casa, y la derribaron con una apisonadora. Los mismos que dispararon contra la multitud desarmada durante la revuelta de Soweto, matando a centenares de nuestros hermanos… Y ahora, sólo porque los tiempos hayan cambiado y una pueda tirarse a una blanquita sin que le den una kafferpack26
no crea que es motivo suficiente para que corra a sus brazos.– No se trata de eso.
– Pues es lo que usted me pide -dijo Zina entre dientes-. Si no he colaborado con la policía es porque no confío en ella. En absoluto. No es nada personal, ya se habrá dado cuenta, a no ser que sea tan ciego como cabezota. Ahora me gustaría darme una ducha y que me dejaran en paz. Eso no quita que lo que le han hecho a Nicole me dé ganas de vomitar…Y deje de mirarme con esos ojos de serpiente, ¡siento como si me tomara por un maldito cobaya!
Las ratas del forense estaban lejos, y sin embargo en sus pupilas se reflejaba una matanza.
– Militó en el Inkatha -dijo Neuman.
– Hace tiempo.
– ¿Para combatir a los blancos?
– No -se irritó ella-: para combatir el apartheid.
– Había medios menos violentos.
– ¿Ha venido a hablarme de mi pasado o del asesino de Nicole?
– El tema parece incomodarle.
– Mi madre murió por ello. ¿No le parece motivo suficiente?
La bailarina recuperó su aire aristocrático, pero Neuman sintió que le había hecho daño.
– Discúlpeme -dijo, menos tenso-, no estoy muy acostumbrado a hablar con mujeres…
– Debe de sentirse solo.
– Como si estuviera muerto.
Zina sonrió, con el rostro lleno de polvo.
– Mi nombre zulú es Zaziwe -dijo.
«Esperanza»…
Pero, en sus pupilas, Neuman sólo vio una oscuridad sideral.
Ukuphanda: el término significaba literalmente arañar el suelo para alimentarse, como las gallinas en el gallinero.
En el contexto de los townships, el phanding -neologismo inglés- consistía para las mujeres en buscarse un amigo para conseguir dinero, comida o un techo. Esa clase de relación no era meramente transaccional, del tipo de «sexo a cambio de seguridad material»: se trataba también de dar con alguien que se preocupara por una, para escapar así de la brutalidad de la vida cotidiana. Era ésta una búsqueda que compartían numerosas mujeres jóvenes, y que la mayoría de las veces se traducía en una exposición a la violencia y al contagio del sida.
Maia no había escapado a la norma: se había convertido en objeto de competición entre hombres que, en el mejor de los casos, la consideraban como su propiedad. Su último novio, en respuesta a las habladurías de una vecina algo borracha, se había llevado a Maia a la orilla del río, la había desnudado, le había untado todo el cuerpo con detergente y le había ordenado que se lavara en el agua, para que aprendiera a no prostituirse con otros. Acto seguido, había cogido un látigo de cuero y la había azotado durante horas: seis, ocho, diez, Maia ya no recordaba cuántas… Acto seguido la había violado.
La habían encontrado al alba a la orilla del río, medio muerta.
Fue al ir a visitar a su madre en el dispensario cuando Neuman la vio por primera vez, tumbada en una cama en medio de otros enfermos. La joven apenas podía parpadear de tan hinchado como tenía el rostro por los latigazos. ¿Acaso fue porque las espantosas señales sobre su cuerpo le recordaron el martirio de su padre? ¿O quizá tuviera algo que ver su sonrisa al estrecharle la mano, o sus hermosos ojos oscuros y desamparados, que se lo bebían como un falso elixir? Fuera como fuere, Ali le prometió ese día que nadie volvería a hacerle daño nunca más.
La instaló en el township de Marenberg, habitado esencialmente por coloured, en una casita de ladrillo con ventanas de verdad y una puerta bien sólida a la que, de vez en cuando, él venía a llamar.