Esperó hasta el final de la homilía para llevársela fuera.
Gente endomingada los saludó con un respeto algo cómico mientras salían cogidos del brazo de la iglesia de Gxalaba Street.
– He oído las noticias en la radio -le dijo Josephina en tono confidencial-: sobre el nuevo asesinato, y eso de las marcas que tenía el cadáver… ¿Es verdad lo que dicen de ese zulú?
– Sí, como lo de la muerte de Kennedy.
– ¡Ji, ji!
Ali gruñó; la información se había filtrado a los medios: ¿cómo se habían enterado?
Colgada de su brazo como una corchea, Josephina se sacudió el vuelo de su largo vestido blanco para darse un poco de aire. Hablaron de Simón, y la calle de pronto se les antojó mucho menos alegre. Ali le explicó las circunstancias de su muerte, el sida, la droga que lo había intoxicado, el resto de su banda, desaparecida sin dejar rastro, a la que había que encontrar: la madre escuchaba a su hijo, asintiendo con la cabeza, pero pensaba en otra cosa…
– Sí -no tardó en decir-: Simón debía de sentirse muy débil para atacar a alguien como yo… Sabe que me ocupo de los más desfavorecidos: era también una llamada de socorro.
– Pues vaya una manera rara de pedir ayuda.
– Iba a morir, Ali…
Dos gruesas arrugas surcaban su frente.
– Hará unos quince días vieron a los chavales que iban con él en las inmediaciones del asentamiento -dijo Ali-: lo más probable es que sean inmigrantes. El más alto, Teddy, lleva un pantalón corto verde; el otro, una camisa caqui, y tiene una cicatriz muy fea en el cuello. Se han volatilizado, y yo creo que se están escondiendo en algún lugar del township: quizá los haya visto alguna de tus amigas.
La congregación se ocupaba de los enfermos de sida, a los que sus parientes ocultaban por miedo a los rumores y a que castigaran a las familias con alguna maldición, y luego los dejaban pudrirse en su escondite. Las ramificaciones de las mujeres voluntarias podían llegar hasta todos los Cape Flats; las lenguas podían soltarse mejor que con la policía.
– Lo comentaré a mi alrededor -aseguró Josephina-. Sí, me voy a ocupar de este asunto desde ahora mismo…
– Lo que te pido es que se lo digas a tus amigas -la frenó Ali-, no que te pongas a recorrer el township de punta a punta. ¿Te has enterado bien?
– ¡Anda, ni que estuviera enferma! -se ofuscó Josephina.
– Pues sí, mamá, estás enferma. Y vieja.
– ¡Ji, ji!
– Hablo en serio. Simón consumía droga, y esos chavales también. Sin duda estarán enfermos, pero que nadie se acerque a ellos, ¿entendido? Sólo quiero localizarlos.
Josephina sonrió, acariciándole la cara, como hacía cuando era niño, para calmarlo.
– No te preocupes por tu anciana madre, ¡estoy perfectamente! -dijo, pasándole las manos agrietadas por todo el rostro-. Tú, en cambio, deberías dormir más: tienes fiebre, y sólo se ven ojeras debajo de esos ojos tan bonitos que tienes…
– Te recuerdo que eres medio ciega.
– ¡No se engaña a una madre tan fácilmente!
La gruesa anciana se izó de puntillas sobre sus zapatitos dorados para besar a su rey zulú.
Ali se marchó al anochecer, con el corazón en el fondo de un pozo.
Las cortinas de los cuartos oscuros estaban corridas. En la habitación exigua flotaba un olor a incienso algo empalagoso. La luz se reducía a un pequeño foco rojo. Estaba tumbado sobre la camilla acolchada, con los brazos doblados; brazos duros como una piedra, que la joven masajeaba con ayuda de ungüentos perfumados.
– Relájese -le dijo.
Por mucho que la masajista cubriera con aceite su hermoso cuerpo y redujera las tempestades atrapadas bajo su piel, el hombre seguía contestando con bloques de energía negativa que ella encajaba sin decir nada, al menos había cerrado por fin los ojos… Le masajeó los músculos de los hombros, dibujó círculos expertos, bajó por los riñones hasta las nalgas, volvió a subir despacio, apartando las partes carnosas, que no tardó en reblandecer con largas caricias lubricadas. La chica cesó por fin su prestación erótica, contempló su obra y, molida, desapareció detrás de las cortinas.
Apenas oyó los pasos que se acercaban a la camilla, pasos ligeros… una chica que no llegaría a los cincuenta kilos: ¿lo había visto ya allí alguna vez?
Depositó sus objetos metálicos sobre la mesita y se acomodó sobre él.
– ¿Se encuentra bien?
No.
– Sí.
– Bien…
La chica eligió entre sus utensilios. Las imágenes seguían desfilando bajo sus párpados cerrados, imágenes de muerte, de fuego, de golpes que llovían sobre él, desmembrado, pero de nuevo esa noche las lágrimas rodaban por donde no debían: dentro de sí mismo.
No dormiría. O quizá sí. O más tarde. O nunca. Con Maia se habían ido sus últimas ilusiones. Ya no las quería… Ya sólo quería a Zina. Lo había embrujado: sus ojos de noche estrellada, su gracia de animal libre, la pólvora y las brasas bajo sus pasos, todo le gustaba, más que eso… Se ahogaba en su armadura. Su piel no valía nada. Se sentía como un animal en un zoo: daba vueltas en su jaula, como las ratas de Tembo…