Neuman caminó hasta las dunas peladas, ya no veía más que latas vacías de coca-cola, envoltorios de plástico y golletes de botella que servían de pipa para meterse tik o Mandrax. El lugar, desierto, era inquietante, un paisaje lunar en el que ni siquiera erraban los perros, por miedo a que se los comieran… Pero el resto de la banda tenía que estar en alguna parte… Habían huido del asentamiento y de la playa tres semanas antes, y nadie los había vuelto a ver. Simón se había refugiado en el township vecino, donde había crecido, él solo. La banda se había unido así. Habían huido para escapar de los camellos: Neuman se había topado con dos de ellos en el solar. Epkeen había abatido a Joey, pero su compinche no estaba entre los cadáveres encontrados en el sótano: el cojo…
Neuman regresó hacia la pista que bordeaba la tierra de nadie. Su coche esperaba en la grava ardiente, sobre el capó se dibujaban espejismos etílicos; accionó la apertura a distancia.
Un niño salió entonces de una zanja vecina. Un negro bajito de unos doce años, con una camiseta mugrienta y sandalias de suela de neumático. Provocó un pequeño derrumbamiento al trepar la zanja, dio un paso hacia Neuman pero se quedó a cierta distancia de él. Su cabello crespo estaba gris de polvo. Retorcía un trozo de alambre entre las manos sucias y ahuyentó las moscas que se le apiñaban alrededor de los ojos.
– Hola…
Unos ojos enfermos que, al supurar, habían formado costras amarillentas. -Hola.
Cosa rara, el niño no pedía moneda alguna: lo observó desde lejos, junto a la zanja donde esperaba, triturando su trozo de alambre. Neuman tuvo una sensación como de malestar, todavía difusa. El niño le recordaba a los conejos enfermos de mixomatosis, que se quedaban plantados sin moverse, esperando la muerte…
– ¿Vives aquí? -le preguntó Ali.
El niño indicó con un gesto que sí. Su pantalón de chándal estaba hecho jirones a la altura de las pantorrillas, y no llevaba gorra. Neuman sacó la foto de Simón.
– ¿Has visto alguna vez a este chico?
El niño se alejó las moscas de los ojos y dijo que no con la cabeza.
– Forma parte de una banda de chicos de la calle: uno alto con un pantalón corto verde y uno más bajito, con una camisa militar y una cicatriz en el cuello…
– No -dijo-. No lo he visto nunca…
Aún no le había cambiado la voz, pero la mirada que le lanzó ya no era la de un niño.
– Veinte rands, sir… -El pequeño harapiento se llevó la mano al pantalón-. Veinte rands por una pipa, ¿le apetece, sir?
Josephina era una de las «madres» de la Bantu Congregational Church, una congregación de las Iglesias de Sión implantada en el township: despreciando las oraciones sosas de los europeos, los sionistas cantaban juntos, lo más alto posible, sin dejar nunca de bailar.
Neuman se abrió paso a través de la multitud y encontró a su madre delante del estrado, entre otras cantantes transidas de amor. Josephina sacudía su prodigiosa corpulencia, alabando al Señor con un fervor a la medida del predicador que, esa tarde, ofrecía su show: los asistentes contestaban, cantando todos juntos, extáticos… Ali se quedó un momento observando a su madre que, con la frente empapada en sudor, sonreía al vacío. Parecía feliz… Una bocanada de ternura le encogió el corazón. Se acordaba del 27 de abril, el día de las primeras elecciones democráticas, cuando fueron juntos a la oficina de voto de Khayelitsha… Recordó la fila de gente vestida como para una boda, negros y mestizos que hacían cola preguntando a los que volvían de la cabina si no habían tenido problemas; existía el temor de equivocarse de candidato (eran diez en la lista), de no poner la cruz en la casilla adecuada, o de que se saliera de la casilla, lo que anularía el voto, se veía con recelo lo de la tinta en los dedos [38]
, porque se podían dejar huellas dactilares en la papeleta de voto, que, según se decía, lo podían traicionar a uno: si se votaba al ANC, ¡¿quién le aseguraba a uno que las autoridades no lo metería preso?! Ali volvía a ver a Josephina entrar en la cabina electoral con su lista de candidatos, temblando, y el grito de horror que soltó: la pobre se había equivocado, había puesto una cruz en la casilla de Makwethu, el primero en la lista, cuyo cabello gris recordaba al de Madiba [39]. Calmaron sus gritos de desesperación entregándole otra papeleta, y Josephina se aplicó para rellenarla como convenía, sin salirse de la casilla, pero repasó tantas veces la cruz que agujereó el papel… Ali recordaba rostros, manos que apretaban documentos de identidad, con los dedos exangües, gente que votaba llorando, los que parecían ebrios al salir de la cabina, y la fiesta indescriptible que siguió al resultado de las elecciones, hasta las abuelas se echaron a la calle con sus mantas para unirse a los bailes y al concierto de bocinas…La muy cabezota de Josephina tenía razón. Simón había muerto con las ratas abrazado a la fotografía de su madre: su destino era parte del de ellos, esa parte de África por la que su padre y él habían luchado.