Y entonces sucede lo que tiene que suceder. Dos o tres zopilotes me invitan a salir afuera. Y comienza la madriza. Yo lo sé y no me importa. A veces son ellos los que salen malparados, sobre todo cuando voy con mi pistola. Otras veces soy yo. No me importa. Necesito estas pinches salidas. En ocasiones mis amigos, los pocos amigos que tengo, chavos de mi edad que ya son licenciados, me dicen que debo cuidarme, que soy una bomba de tiempo, que soy masoquista. Uno, al que quería mucho, me dijo que estas cosas sólo alguien como yo podía permitírselas, porque tengo a mi padre que siempre me saca de los líos en que me meto. Pura casualidad, no más. Yo nunca le he pedido nada a mi papá. La verdad es que no tengo amigos, prefiero no tenerlos. Al menos, prefiero no tener amigos mexicanos. Los mexicanos estamos podridos, ¿lo sabía? Todos. Aquí no se salva nadie. Desde el presidente de la república hasta el payaso del subcomandante Marcos. Si yo fuera el subcomandante Marcos, ¿sabe lo que haría? Lanzaría un ataque con todo mi ejército sobre una ciudad cualquiera de Chiapas, siempre y cuando tuviera una fuerte guarnición militar. Y allí inmolaría a mis pobres indios. Y luego probablemente me iría a vivir a Miami. ¿Qué clase de música le gusta?, preguntó Amalfitano. La música clásica, maestro, Vivaldi, Cimarrosa, Bach. ¿Y qué libros suele leer? Antes leía de todo, maestro, y en grandes cantidades, hoy sólo leo poesía. Sólo la poesía no está contaminada, sólo la poesía está fuera del negocio. No sé si me entiende, maestro. Sólo la poesía, y no toda, eso que quede claro, es alimento sano y no mierda.
La voz del joven Guerra surgió, fragmentada en esquirlas planas, inofensivas, desde una enredadera, y dijo: Georg Trakl es uno de mis favoritos.
La mención de Trakl hizo pensar a Amalfitano, mientras dictaba una clase de forma totalmente automática, en una farmacia que quedaba cerca de su casa en Barcelona y a la que solía ir cuando necesitaba una medicina para Rosa. Uno de los empleados era un farmacéutico casi adolescente, extremadamente delgado y de grandes gafas, que por las noches, cuando la farmacia estaba de turno, siempre leía un libro. Una noche Amalfitano le preguntó, por decir algo mientras el joven buscaba en las estanterías, qué libros le gustaban y qué libro era aquel que en ese momento estaba leyendo. El farmacéutico le contestó, sin volverse, que le gustaban los libros del tipo de
Y luego le dijo que estaba leyendo
Esa noche, mientras las palabras altisonantes del joven Guerra aún resonaban en el fondo de su cerebro, Amalfitano soñó que veía aparecer en un patio de mármol rosa al último filósofo comunista del siglo XX. Hablaba en ruso. O mejor dicho: