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Cuando llegó a casa de su madre sólo encontró a una adolescente de unos quince años, que veía la televisión sentada en el sofá. La adolescente se levantó al verlo entrar. Debía de medir un metro ochentaicinco y era muy delgada. Llevaba bluejeans y encima un vestido negro con flores amarillas, muy amplio, como si fuera un blusón.

– ¿Dónde está? -preguntó.

– En la habitación -dijo la adolescente.

Su madre estaba en la cama, con los ojos cerrados y vestida como si fuera a salir a la calle. Incluso le habían pintado los labios.

Sólo le faltaban los zapatos. Durante un rato Quincy permaneció junto a la puerta, mirando sus pies: los dos dedos gordos tenían callos y también vio callos en las plantas de los pies, unos callos grandes que seguramente la hicieron sufrir. Pero recordó que su madre iba a un podólogo de la calle Lewis, un tal señor Johnson, siempre el mismo, así que tampoco debió de sufrir demasiado por este motivo. Después miró su rostro: parecía de cera.

– Me voy a marchar -dijo la adolescente desde la sala.

Quincy salió de la habitación y quiso darle un billete de veinte dólares, pero la adolescente le dijo que no quería dinero.

Insistió. Finalmente la adolescente cogió el billete y se lo guardó en un bolsillo de su pantalón. Para hacerlo se tuvo que arremangar el vestido hasta la cadera. Parece una monja, pensó Quincy, o la adepta de una secta destructiva. La adolescente le dio un papel en donde alguien había escrito el número de teléfono de una funeraria del barrio.

– Ellos se encargan de todo -dijo con seriedad.

– De acuerdo -dijo él.

Preguntó por la vecina.

– Está en el hospital -dijo la adolescente-, creo que le están poniendo un marcapasos.

– ¿Un marcapasos?

– Sí -dijo la adolescente-, en el corazón.

Al marcharse la adolescente Quincy pensó que su madre había sido una mujer muy querida por sus vecinos y por la gente del barrio, pero que la vecina de su madre, cuyo rostro no conseguía recordar con claridad, aún lo era más.

Llamó por teléfono a la funeraria y habló con un tal Tremayne.

Le dijo que era el hijo de Edna Miller. Tremayne consultó sus notas y le dio el pésame varias veces, hasta que encontró el papel que buscaba. Entonces le dijo que esperara un momento y lo pasó con un tal Lawrence. Éste le preguntó qué clase de ceremonia deseaba.

– Algo sencillo e íntimo -dijo Quincy-. Muy sencillo y muy íntimo.

Al final acordaron que su madre sería incinerada y que la ceremonia, si todo marchaba por los cauces normales, tendría lugar al día siguiente, en la funeraria, a las 7 de la tarde. A las 7.45 todo habría acabado. Preguntó si era posible hacerlo antes.

La respuesta fue negativa. Después el señor Lawrence abordó delicadamente el asunto económico. No hubo ningún problema.

Quincy quiso saber si tenía que llamar a la policía o al hospital. No, dijo el señor Lawrence, de eso ya se ocupó la señorita Holly. Se preguntó quién era la señorita Holly y no pudo adivinarlo.

– La señorita Holly es la vecina de su difunta madre -dijo el señor Lawrence.

– Es cierto -dijo Quincy.

Durante un instante ambos permanecieron en silencio, como si intentaran recordar o recomponer los rostros de Edna Miller y de su vecina. El señor Lawrence se puso a carraspear. Preguntó si sabía a qué iglesia pertenecía su madre. Preguntó si él tenía alguna preferencia religiosa. Dijo que su madre era feligresa de la Iglesia Cristiana de los Ángeles Perdidos. O tal vez no se llamara así. No lo recordaba. En efecto, dijo el señor Lawrence, no se llama así, es la Iglesia Cristiana de los Ángeles Recobrados. Eso, dijo Quincy.

Y también dijo que no tenía ninguna preferencia religiosa, con que fuera una ceremonia cristiana, bastaba y sobraba.

Esa noche durmió en el sofá de la casa de su madre y sólo una vez entró en la habitación de ésta y le echó una ojeada al cadáver. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, llegaron los de la funeraria y se la llevaron. Él se levantó para atenderlos, entregarles un cheque, y observar cómo se marchaban con el ataúd de pino escaleras abajo. Luego volvió a quedarse dormido en el sofá.

Al despertar creyó que había soñado con una película que había visto no hacía mucho. Pero todo era distinto. Los personajes eran negros, así que la película del sueño era como un negativo de la película real. Y también ocurrían cosas distintas. El argumento era el mismo, las anécdotas, pero el desarrollo era diferente o en algún momento daba un giro inesperado y se convertía en algo totalmente distinto. Lo más terrible de todo, sin embargo, es que él, mientras soñaba, sabía que no necesariamente tenía que ser así, percibía la similitud con la película, creía comprender que ambas partían de los mismos postulados, y que si la película que había visto era la película real, la otra, la soñada, podía ser un comentario razonado, una crítica razonada y no necesariamente una pesadilla. Toda crítica, al cabo, se convierte en una pesadilla, pensó mientras se lavaba la cara en la casa donde ya no estaba el cádaver de su madre.

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