También pensó en lo que ésta le habría dicho. Sé un hombre y carga con tu cruz.
En el trabajo todo el mundo lo conocía por el nombre de Oscar Fate. Cuando volvió nadie le dijo nada. No había motivos para decirle nada. Estuvo un rato contemplando las notas que había reunido sobre Barry Seaman. La chica de la mesa de al lado no estaba. Después guardó las notas en un cajón que cerró con llave y se marchó a comer. En el ascensor se cruzó con el editor de la revista, al que acompañaba una mujer joven y gorda que escribía sobre asesinos adolescentes. Se saludaron con un gesto y cada uno siguió su camino.
Comió una sopa de cebolla y una tortilla francesa en un restaurante barato y bueno que quedaba a dos manzanas.
No había comido nada desde el día anterior y la comida le sentó bien. Cuando ya había pagado y se disponía a salir lo llamó un tipo que trabajaba en deportes y le invitó a una cerveza.
Mientras esperaban sentados en la barra el tipo le dijo que aquella mañana había muerto en las afueras de Chicago el encargado de la subsección de boxeo. La subsección de boxeo, en realidad, era un eufemismo que designaba únicamente al tipo muerto.
– ¿Cómo murió? -preguntó Fate.
– Lo mataron a cuchilladas unos negros de Chicago -dijo el otro.
El camarero puso sobre la barra una hamburguesa. Fate se bebió la cerveza, le dio una palmada en el hombro y dijo que se tenía que marchar. Cuando llegó a la puerta de cristal se dio la vuelta y contempló el restaurante a rebosar de clientes y la espalda del tipo que trabajaba en deportes y a la gente que estaba acompañada y que hablaba o comía mirándose a los ojos y a los tres camareros que jamás se estaban quietos. Después abrió la puerta, salió a la calle, volvió a mirar hacia el interior del restaurante, pero con los cristales de por medio todo era diferente.
Echó a andar.
– ¿Cuándo piensas ponerte en camino, Oscar? -le dijo el jefe de su sección.
– Mañana.
– ¿Tienes todo lo que necesitas, tienes todo preparado?
– Ningún problema, hombre -dijo Fate-. Todo dispuesto.
– Así me gusta, muchacho -dijo el jefe-. ¿Te enteraste de que se cargaron a Jimmy Lowell?
– Algo oí.
– Fue en Paradise City, cerca de Chicago -dijo el jefe-. Dicen que Jimmy tenía allí una zorra. Una nena veinte años menor que él y casada.
– ¿Qué edad tenía Jimmy? -preguntó Fate sin ningún interés.
– Debía de andar por los cincuentaicinco -dijo el jefe-. La policía ha detenido al marido de la zorra, pero nuestro hombre en Chicago dice que probablemente ella también está implicada en el asesinato.
– ¿Jimmy no era un tipo grande, de unos cien kilos de peso? -dijo Fate.
– No, Jimmy no era grande y tampoco pesaba cien kilos.
Era un tipo de un metro setenta, aproximadamente, y de unos ochenta kilos de peso -dijo el jefe.
– Lo he confundido con otro -dijo Fate-, un tipo grande que a veces comía con Remy Burton y al que me encontraba de tanto en tanto en el ascensor.
– No -dijo el jefe-, Jimmy casi nunca venía a las oficinas, siempre estaba de viaje, sólo aparecía por aquí una vez al año, creo que vivía en Tampa, o puede que ni siquiera tuviera una casa y se pasara la vida en hoteles y aeropuertos.
Se duchó y no se afeitó. Escuchó los mensajes en el contestador.
Dejó sobre la mesa el dossier de Barry Seaman que había traído de su oficina. Se puso ropa limpia y salió. Como aún tenía tiempo, primero fue a casa de su madre. Notó que algo allí olía a rancio. Fue a la cocina y al no encontrar nada podrido cerró la bolsa de basura y abrió la ventana. Después se sentó en el sofá y encendió la tele. Sobre un estante junto al televisor vio algunos videos. Durante unos segundos pensó en examinarlos, pero casi al instante desistió. Seguramente eran cintas donde su madre grababa programas que luego veía por la noche. Trató de pensar en algo agradable. Trató de organizar mentalmente su agenda.
No pudo. Al cabo de un rato de inmovilidad absoluta, apagó el televisor, cogió las llaves y la bolsa de basura y abandonó la casa.
Antes de bajar llamó a la puerta de la vecina. Nadie contestó. En la calle arrojó la bolsa de basura a un contenedor repleto.