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Muchos capitanes de buques negreros solían considerar terminada su misión cuando entregaban los esclavos en las Indias occidentales, aunque resultaba a menudo imposible cobrar las ganancias de la venta lo bastante rápido para obtener un cargamento de azúcar para el viaje de vuelta; mercaderes y capitanes no estaban nunca seguros de los precios que les pagarían en su puerto base por las mercancías que llevaban por cuenta propia; los plantadores podían tardar años en pagar por los esclavos. A veces, a cambio de los esclavos, los mercaderes europeos preferían letras de cambio en lugar de azúcar, índigo, algodón o jengibre, porque en Londres los precios de estas mercancías resultaban impredecibles o bien bajos. Qué bonitos nombres, pensó. Índigo, azúcar, jengibre, algodón. Las flores rojizas del añil. La pasta azul oscura, con visos cobrizos. Una mujer pintada de índigo, lavándose en una ducha.

Cuando se levantó, la camarera regordeta se le acercó y le preguntó adónde iba. A México, dijo Fate.

– Ya lo suponía -dijo la camarera-, ¿pero a qué lugar?

Apoyado en la barra un cocinero fumaba un cigarrillo y lo miraba a la espera de su respuesta.

– A Santa Teresa -dijo Fate.

– No es un lugar muy agradable -dijo la camarera-, pero es grande y tiene muchas discotecas y sitios para divertirse.

Fate miró el suelo, sonriendo, y se dio cuenta del que el crepúsculo del desierto había teñido las baldosas de un color rojo muy suave.

– Soy periodista -dijo.

– Va a escribir acerca de los crímenes -dijo el cocinero.

– No sé de qué habla, voy a cubrir el combate de boxeo de este sábado -dijo Fate.

– ¿Quién pelea? -dijo el cocinero.

– Count Pickett, el semipesado de Nueva York.

– En otros tiempos fui aficionado -dijo el cocinero-. Apostaba dinero y compraba revistas de boxeo, pero un día decidí dejarlo. Ya no estoy al tanto de los boxeadores actuales. ¿Quiere beber algo? Invita la casa.

Fate se sentó junto a la barra y pidió un vaso de agua. El cocinero sonrió y dijo que hasta donde él sabía todos los periodistas bebían alcohol.

– Yo también lo hago -dijo Fate-, pero creo que no me encuentro muy bien del estómago.

Tras servirle el vaso de agua el cocinero quiso saber contra quién peleaba Count Pickett.

– No recuerdo el nombre -dijo Fate-, lo tengo anotado por ahí, un mexicano, me parece.

– Es extraño -dijo el cocinero-, los mexicanos no tienen buenos semipesados. Una vez cada veinte años aparece un peso pesado, que suele terminar loco o muerto a balazos, pero semipesados no tienen.

– Puede que me haya equivocado y no sea mexicano -admitió Fate.

– Tal vez sea cubano o colombiano -dijo el cocinero-, aunque los colombianos tampoco tienen tradición en los semipesados.

Fate se bebió el agua y se levantó y estiró los músculos. Es hora de marcharme, se dijo, aunque la verdad es que se sentía bien en aquel restaurante.

– ¿Cuántas horas hay desde aquí a Santa Teresa? -preguntó.

– Depende -dijo el cocinero-. A veces la frontera está llena de camiones y uno puede pasarse media hora esperando. Digamos que de aquí a Santa Teresa hay tres horas y luego media hora o tres cuartos de hora en el paso fronterizo, en números redondos cuatro horas.

– De aquí a Santa Teresa sólo hay una hora y media -dijo la camarera.

El cocinero la miró y dijo que dependía del coche y del conocimiento del terreno que tuviera el conductor.

– ¿Ha conducido alguna vez por el desierto?

– No -dijo Fate.

– Pues no es fácil. Parece fácil. Parece lo más fácil del mundo, pero no es nada fácil -dijo el cocinero.

– En eso tienes razón -dijo la camarera-, sobre todo de noche, conducir de noche en el desierto a mí me da miedo.

– Cualquier error, cualquier desvío mal tomado puede costar cincuenta kilómetros conduciendo en la dirección equivocada -dijo el cocinero.

– Tal vez lo mejor sea que me vaya ahora que aún hay luz -dijo Fate.

– Da lo mismo -dijo el cocinero-, oscurecerá dentro de cinco minutos. Los atardeceres en el desierto parece que no vayan a acabar nunca, hasta que de pronto todo acaba, sin ningún aviso. Es como si alguien simplemente desconectara la luz -dijo el cocinero.

Fate pidió otro vaso de agua y se fue a bebérselo junto a la ventana. ¿No quiere comer nada más antes de salir?, oyó que le decía el cocinero. No contestó. El desierto empezó a desvanecerse.

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