Cuando se levantó, la camarera regordeta se le acercó y le preguntó adónde iba. A México, dijo Fate.
– Ya lo suponía -dijo la camarera-, ¿pero a qué lugar?
Apoyado en la barra un cocinero fumaba un cigarrillo y lo miraba a la espera de su respuesta.
– A Santa Teresa -dijo Fate.
– No es un lugar muy agradable -dijo la camarera-, pero es grande y tiene muchas discotecas y sitios para divertirse.
Fate miró el suelo, sonriendo, y se dio cuenta del que el crepúsculo del desierto había teñido las baldosas de un color rojo muy suave.
– Soy periodista -dijo.
– Va a escribir acerca de los crímenes -dijo el cocinero.
– No sé de qué habla, voy a cubrir el combate de boxeo de este sábado -dijo Fate.
– ¿Quién pelea? -dijo el cocinero.
– Count Pickett, el semipesado de Nueva York.
– En otros tiempos fui aficionado -dijo el cocinero-. Apostaba dinero y compraba revistas de boxeo, pero un día decidí dejarlo. Ya no estoy al tanto de los boxeadores actuales. ¿Quiere beber algo? Invita la casa.
Fate se sentó junto a la barra y pidió un vaso de agua. El cocinero sonrió y dijo que hasta donde él sabía todos los periodistas bebían alcohol.
– Yo también lo hago -dijo Fate-, pero creo que no me encuentro muy bien del estómago.
Tras servirle el vaso de agua el cocinero quiso saber contra quién peleaba Count Pickett.
– No recuerdo el nombre -dijo Fate-, lo tengo anotado por ahí, un mexicano, me parece.
– Es extraño -dijo el cocinero-, los mexicanos no tienen buenos semipesados. Una vez cada veinte años aparece un peso pesado, que suele terminar loco o muerto a balazos, pero semipesados no tienen.
– Puede que me haya equivocado y no sea mexicano -admitió Fate.
– Tal vez sea cubano o colombiano -dijo el cocinero-, aunque los colombianos tampoco tienen tradición en los semipesados.
Fate se bebió el agua y se levantó y estiró los músculos. Es hora de marcharme, se dijo, aunque la verdad es que se sentía bien en aquel restaurante.
– ¿Cuántas horas hay desde aquí a Santa Teresa? -preguntó.
– Depende -dijo el cocinero-. A veces la frontera está llena de camiones y uno puede pasarse media hora esperando. Digamos que de aquí a Santa Teresa hay tres horas y luego media hora o tres cuartos de hora en el paso fronterizo, en números redondos cuatro horas.
– De aquí a Santa Teresa sólo hay una hora y media -dijo la camarera.
El cocinero la miró y dijo que dependía del coche y del conocimiento del terreno que tuviera el conductor.
– ¿Ha conducido alguna vez por el desierto?
– No -dijo Fate.
– Pues no es fácil. Parece fácil. Parece lo más fácil del mundo, pero no es nada fácil -dijo el cocinero.
– En eso tienes razón -dijo la camarera-, sobre todo de noche, conducir de noche en el desierto a mí me da miedo.
– Cualquier error, cualquier desvío mal tomado puede costar cincuenta kilómetros conduciendo en la dirección equivocada -dijo el cocinero.
– Tal vez lo mejor sea que me vaya ahora que aún hay luz -dijo Fate.
– Da lo mismo -dijo el cocinero-, oscurecerá dentro de cinco minutos. Los atardeceres en el desierto parece que no vayan a acabar nunca, hasta que de pronto todo acaba, sin ningún aviso. Es como si alguien simplemente desconectara la luz -dijo el cocinero.
Fate pidió otro vaso de agua y se fue a bebérselo junto a la ventana. ¿No quiere comer nada más antes de salir?, oyó que le decía el cocinero. No contestó. El desierto empezó a desvanecerse.