Condujo durante dos horas por carreteras oscuras, con la radio encendida, escuchando una emisora de Phoenix que transmitía jazz. Pasó por lugares en donde había casas y restaurantes y jardines con flores blancas y coches mal estacionados, pero en los que no se veía ninguna luz, como si los habitantes hubieran muerto esa misma noche y en el aire todavía quedara un hálito de sangre. Distinguió siluetas de cerros recortadas por la luna y siluetas de nubes bajas que no se movían o que, en determinado momento, corrían hacia el oeste como impulsadas por un viento repentino, caprichoso, que levantaba polvaredas a las que los faros del coche, o las sombras que los faros producían, prestaban ropajes fabulosos, humanos, como si las polvaredas fueran mendigos o fantasmas que saltaban junto al camino.
Se perdió en dos ocasiones. En una estuvo tentado de volver hacia atrás, hacia el restaurante o hacia Tucson. En la otra llegó a un pueblo llamado Patagonia en donde el muchacho que atendía la gasolinera le indicó la manera más fácil de llegar a Santa Teresa. Al salir de Patagonia vio un caballo. Cuando los faros del coche lo iluminaron el caballo levantó la cabeza y lo miró. Fate detuvo el coche y esperó. El caballo era negro y al cabo de poco se movió y se perdió en la oscuridad. Pasó junto a una mesa, o eso creyó. La mesa era enorme, totalmente plana en la parte superior y de una punta a otra de la base debía de medir por lo menos cinco kilómetros. Junto a la carretera apareció un barranco. Se bajó, dejó las luces del coche encendidas y orinó largamente respirando el aire fresco de la noche. Después el camino descendió hasta una especie de valle que le pareció, a primera vista, gigantesco. En el extremo más alejado del valle creyó discernir una luminosidad. Pero podía ser cualquier cosa. Una caravana de camiones moviéndose con gran lentitud, las primeras luces de un pueblo. O tal vez sólo su deseo de salir de aquella oscuridad que de alguna manera le recordaba su niñez y adolescencia. Pensó que en algún momento, entre una y otra, había soñado con ese paisaje, no tan oscuro, no tan desértico, pero ciertamente similar. Iba en un autobús, con su madre y una hermana de su madre, y hacían un viaje corto, entre Nueva York y un pueblo cercano a Nueva York.
Iba junto a la ventana y el paisaje invariablemente era el mismo, edificios y autopistas, hasta que de pronto apareció el campo.
En ese momento, o tal vez antes, había comenzado a atardecer y él miraba los árboles, un bosque pequeño pero que a sus ojos se engrandecía. Y entonces creyó ver a un hombre caminando por el borde del bosquecillo. A grandes zancadas, como si no quisiera que la noche se le echase encima. Se preguntó quién era ese hombre. Sólo supo que era un hombre, y no una sombra, porque tenía una camisa y movía los brazos al caminar. La soledad del tipo era tan grande que Fate recordaba que deseó no seguir mirando y abrazar a su madre, pero en lugar de eso mantuvo los ojos abiertos hasta que el autobús dejó atrás el bosque y otra vez aparecieron los edificios, las fábricas, los galpones de almacenamiento que jalonaban la carretera.
La soledad del valle que cruzaba ahora, su oscuridad, era mayor. Se imaginó a sí mismo caminando a buen paso por el arcén. Sintió un escalofrío. Recordó entonces el jarrón donde yacían las cenizas de su madre y la taza de café de la vecina que no había devuelto y que ahora estaría infinitamente fría y los vídeos de su madre que ya nadie nunca más iba a ver. Pensó en detener el coche y esperar a que amaneciera. Su instinto le indicó que un negro durmiendo en un coche alquilado junto al arcén no era lo más prudente en Arizona. Cambió de emisora.
Una voz en español empezó a contar la historia de una cantante de Gómez Palacio que había vuelto a su ciudad, en el estado de Durango, sólo para suicidarse. Luego se oyó la voz de una mujer que cantaba rancheras. Durante un rato, mientras conducía hacia el valle, la estuvo escuchando. Después intentó volver a sintonizar la emisora de jazz de Phoenix y ya no la pudo encontrar.
En el lado norteamericano se levantaba un pueblo llamado Adobe. Antes había sido una fábrica de adobe, pero ahora era un conglomerado de casas y tiendas de electrodomésticos alineadas casi todas en una gran calle mayor. Al final de la calle uno salía a un descampado profusamente iluminado e inmediatamente después estaba el control de aduanas norteamericano.
El policía de fronteras le pidió su pasaporte y Fate se lo dio. Junto al pasaporte estaba su acreditación de periodista. El policía de fronteras le preguntó si venía a escribir sobre los asesinatos.
– No -dijo Fate-, vengo a cubrir el combate del sábado.
– ¿Quién pelea? -dijo el policía de fronteras.
– Count Pickett, el semipesado de Nueva York.
– Jamás lo he oído nombrar -dijo el policía.
– Llegará a campeón del mundo -dijo Fate.
– Ojalá -dijo el policía.