A su lado el sparring oteó el horizonte y luego dijo:
– Así es el campo. A esta hora siempre es triste. Es un jodido paisaje para mujeres.
– Está oscureciendo -dijo Fate.
– Aún hay luz para hacer guantes -dijo Omar Abdul.
– ¿Qué hacéis por las noches, cuando se acaban los entrenamientos?
– ¿Todos nosotros? -dijo Omar Abdul.
– Sí, todo el equipo o como se le llame.
– Comemos, vemos la televisión, luego el señor López se va a dormir y Merolino también se va a dormir y los demás podemos irnos a dormir también o seguir viendo la tele o ir a dar un paseo por la ciudad, ya me entiendes -dijo con una sonrisa que podía significar cualquier cosa.
– ¿Qué edad tienes? -le preguntó de improviso.
– Veintidós años -dijo Omar Abdul.
Cuando Merolino se subió al ring el sol estaba desapareciendo por el oeste y el preparador encendió las luces que estaban alimentadas por un generador independiente del que proporcionaba electricidad a la casa. En una esquina, con la cabeza gacha, permanecía inmóvil García. Se había quitado la ropa y puesto un pantalón de boxeador de color negro que le llegaba hasta las rodillas. Parecía dormido. Sólo cuando las luces se encendieron levantó la cabeza y miró, por unos segundos, a López, como si esperara una señal. Uno de los periodistas, que no dejaba de sonreír, hizo sonar una campana y el sparring levantó la guardia y avanzó hacia el centro del cuadrilátero. Merolino llevaba un casco de protección y se movía alrededor de García, que sólo de tanto en tanto soltaba la izquierda y trataba de conectar algún golpe. Fate le preguntó a uno de los periodistas si lo normal no era que el sparring llevara el casco de protección.
– Es lo normal -dijo el periodista.
– ¿Y por qué no lo lleva? -dijo Fate.
– Porque por más que le peguen ya no le pueden hacer más daño -dijo el periodista-. ¿Me entiendes? No siente los golpes, está zumbado.
Al tercer round García se bajó del ring y subió Omar Abdul.
El chico iba con el torso desnudo pero no se había quitado los pantalones del chándal. Sus movimientos eran mucho más veloces que los del sparring mexicano y se escabullía con facilidad cuando Merolino intentaba arrinconarlo, aunque era evidente que el boxeador y su sparring no pretendían hacerse daño. De vez en cuando hablaban, sin dejar de moverse, y se reían.
– ¿Estás en Costa Rica? -le preguntó Omar Abdul-. ¿Dónde tienes los candorros?
Fate le preguntó al periodista qué decía el sparring.
– Nada -dijo el periodista-, ese hijo de la chingada sólo ha aprendido a decir insultos en español.
Al cabo de tres asaltos el preparador detuvo el combate y desapareció en el interior de la casa seguido por Merolino.
– El masajista los está esperando -dijo el periodista.
– ¿Quién es el masajista? -preguntó Fate.
– No lo hemos visto, creo que nunca sale al patio, es un tipo ciego, ¿lo entiendes?, un tipo ciego de nacimiento, que se pasa todo el día en la cocina, comiendo, o en el cuarto de baño, cagando, o tirado en el suelo de su habitación leyendo libros en el idioma de los ciegos, el lenguaje ese, ¿cómo se llama?
– El alfabeto Braille -dijo el otro periodista.
Fate se imaginó al masajista leyendo en una habitación completamente a oscuras y tuvo un ligero estremecimiento.
Debe de ser algo parecido a la felicidad, pensó. En el abrevadero García le echaba a Omar Abdul un balde de agua fría en la espalda. El sparring californiano le guiñó un ojo a Fate.
– ¿Qué le ha parecido? -le preguntó.
– No ha estado mal -dijo Fate por decir algo amable-, pero tengo la impresión de que Pickett va a llegar mucho mejor preparado.
– Pickett es un marica de mierda -dijo Omar Abdul.
– ¿Lo conoces?
– Lo he visto pelear en la tele un par de veces. No sabe moverse.
– Bueno, yo en realidad no lo he visto nunca -dijo Fate.
Omar Abdul lo miró a los ojos con expresión de asombro.
– ¿Nunca has visto pelear a Pickett? -dijo.
– No, en realidad el especialista en boxeo de mi revista murió la semana pasada y como no andamos sobrados de personal, me enviaron a mí.
– Apuesta por Merolino -dijo Omar Abdul tras guardar silencio durante un rato.
– Te deseo suerte -le dijo Fate antes de marcharse.
El camino de vuelta le pareció más corto. Durante un rato siguió las luces traseras del coche de los periodistas, hasta que los vio estacionarse junto a un bar cuando ya transitaban por las calles asfaltadas de Santa Teresa. Aparcó al lado de ellos y les preguntó cuál era el plan. Vamos a comer, dijo uno de los periodistas.