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Aunque no tenía hambre, Fate aceptó tomar una cerveza en compañía de ellos. Uno de los periodistas se llamaba Chucho Flores y trabajaba para un periódico local y para una emisora de radio. El otro, el que había tocado la campana mientras estaban en el rancho, se llamaba Ángel Martínez Mesa y trabajaba para un periódico deportivo del DF. Martínez Mesa era de baja estatura y debía de andar por los cincuenta años. Chucho Flores era sólo un poco más bajo que Fate, tenía treintaicinco años y sonreía todo el tiempo. La relación entre Flores y Martínez Mesa, intuyó Fate, era la del discípulo agradecido con el maestro más bien indiferente. La indiferencia de Martínez Mesa, sin embargo, no traslucía ni soberbia ni un sentimiento de superioridad, sino cansancio. Un cansancio que se percibía hasta en su modo de vestir, desaliñado, con un traje lleno de lamparones y los zapatos sin lustrar, todo lo contrario de su discípulo, que llevaba un traje de marca y una corbata de marca y unas mancuernas de oro en los puños y que, posiblemente, se veía a sí mismo como un hombre atildado y guapo.

Mientras los mexicanos comían carne asada con patatas fritas, Fate se puso a pensar en el tatuaje de García. Comparó después la soledad de aquel rancho con la soledad de la casa de su madre.

Pensó en sus cenizas que aún estaban allí. Pensó en la vecina muerta. Pensó en el barrio de Barry Seaman. Y todo aquello que su memoria iba iluminando mientras los mexicanos comían le pareció desolado.

Cuando dejaron a Martínez Mesa en el Sonora Resort Chucho Flores insistió en tomarse la última. En el bar del hotel había varios periodistas, entre los que distinguió a un par de norteamericanos con los que le interesaba conversar, pero Chucho Flores tenía otros planes. Fueron a un bar en un callejón del centro de Santa Teresa, un local con las paredes pintadas con pintura fluorescente y una barra que hacía zigzag. Pidieron zumo de naranja con whisky. El barman conocía a Chucho Flores. Más que un barman, pensó Fate, aquel tipo parecía el propietario del local. Sus gestos eran secos y autoritarios, incluso cuando se ponía a secar vasos con el delantal que le colgaba de la cintura. Sin embargo era un tipo joven, de no más de veinticinco años, a quien Chucho Flores, por otra parte, no le hacía demasiado caso, ocupado en hablar con Fate sobre Nueva York y sobre el periodismo que se hacía en Nueva York.

– Me gustaría irme a vivir allí -le confesó- y trabajar en alguna emisora de radio hispana.

– Hay muchas -dijo Fate.

– Ya lo sé, ya lo sé -dijo Chucho Flores como si llevara mucho tiempo estudiando el caso, y luego mencionó dos nombres de radios que transmitían en español y que Fate no había oído mencionar jamás.

– ¿Y tu revista cómo se llama? -le preguntó Chucho Flores.

Se lo dijo y Chucho Flores, tras pensar un rato, hizo un movimiento negativo con la cabeza.

– No la conozco -dijo-, ¿es grande?

– No, no es grande -dijo Fate-, es una revista de Harlem, ¿entiendes?

– No -dijo Chucho Flores-, no lo entiendo.

– Es una revista donde los propietarios son afroamericanos, el director es afroamericano y casi todos los periodistas somos afroamericanos -dijo Fate.

– ¿Es eso posible? -dijo Chucho Flores-, ¿es eso bueno para el periodismo objetivo?

En ese momento se dio cuenta de que Chucho Flores estaba un poco borracho. Pensó en lo que acababa de decirle. En realidad afirmar que casi todos los periodistas eran negros resultaba aventurado. Él sólo había visto negros en la redacción, aunque por supuesto no conocía a los corresponsales. Tal vez en California hubiera algún chicano, pensó. Tal vez en Texas.

Pero también era posible que en Texas no hubiera nadie, pues entonces ¿por qué enviarlo a él, desde Detroit, y no encargarle el trabajo al de Texas o al de California?

Unas chicas se acercaron a saludar a Chucho Flores. Estaban vestidas como para ir de fiesta, con tacones altos y ropa de discoteca. Una de ellas tenía el pelo teñido de rubio y la otra era muy morena y más bien silenciosa y tímida. La rubia saludó al barman y éste le respondió con un gesto, como si la conociera muy bien y no confiara en ella. Chucho Flores lo presentó como un famoso periodista deportivo de Nueva York. En ese momento Fate consideró oportuno decirle al mexicano que él no era propiamente un periodista deportivo, sino un periodista que escribía sobre temas políticos y sociales, declaración que a Chucho Flores le pareció muy interesante. Al cabo de un rato llegó otro tipo a quien Chucho Flores presentó como el hombre que más sabía de cine al sur de la frontera de Arizona.

El tipo se llamaba Charly Cruz y le dijo con una gran sonrisa que no creyera ni una palabra de lo que decía Chucho Flores.

Era el propietario de un videoclub y su oficio lo obligaba a ver muchas películas, pero eso era todo, no soy ningún especialista en el tema, dijo.

– ¿Cuántos videoclubs tienes? -le preguntó Chucho Flores -. Dilo, díselo a mi amigo Fate.

– Tres -dijo Charly Cruz.

– Este buey está montado en el dólar -dijo Chucho Flores.

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