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Al salir al porche de su habitación vio a tres niños rubios, casi albinos, que jugaban con una pelota blanca, un balde rojo y unas palas de plástico rojas. El mayor debía de tener cinco años y el menor tres. No era un sitio seguro para que jugaran unos niños. En un descuido podían intentar cruzar la carretera y un camión podía arrollarlos. Miró a los lados: sentada en un banco de madera, a la sombra, una mujer muy rubia y con gafas negras los vigilaba. La saludó. La mujer lo miró durante un segundo e hizo un gesto con la mandíbula como si no pudiera apartar la vista de los niños.

Fate bajó las escaleras y se metió en su coche. El calor en el interior era insoportable y abrió las dos ventanas. Sin saber por qué pensó otra vez en su madre, en la forma que ésta tenía de vigilarlo cuando él era un niño. Cuando puso el coche en marcha uno de los niños albinos se levantó y se lo quedó mirando.

Fate le sonrió y lo saludó con la mano. El niño dejó caer la pelota y se cuadró como un militar. Al enfilar el coche para salir del motel el niño se llevó la mano derecha a la visera y se mantuvo así hasta que el coche de Fate se perdió hacia el sur.

Mientras conducía volvió a pensar en su madre. La vio caminar, la vio de espaldas, vio su nuca mientras ella contemplaba un programa de la tele, oyó su risa, la vio fregar platos en el lavadero.

Su rostro, sin embargo, permaneció en la sombra todo el tiempo, como si de alguna manera ella ya estuviera muerta o como si le dijera, con gestos y no con palabras, que los rostros no eran importantes ni en esta vida ni en la otra. En el Sonora Resort no encontró a ningún periodista y tuvo que preguntarle al recepcionista cómo se llegaba al Arena. Cuando llegó al pabellón notó cierto revuelo. Preguntó a un lustrabotas que se había instalado en uno de los pasillos qué ocurría y el lustrabotas le dijo que había llegado el boxeador norteamericano.

Encontró a Count Pickett subido al ring, vestido con traje y corbata y exhibiendo una amplia y confiada sonrisa. Los fotógrafos disparaban sus cámaras y los periodistas que rodeaban el ring lo llamaban por su nombre de pila y le soltaban preguntas.

¿Cuándo crees que vas a luchar por el título? ¿Es verdad que Jesse Brentwood te tiene miedo? ¿Cuánto has cobrado por venir a Santa Teresa? ¿Es cierto que te casaste en secreto en Las Vegas? El apoderado de Pickett estaba a su lado. Era un tipo gordo y bajito y era él quien contestaba a casi todas las preguntas.

Los periodistas mexicanos se dirigían a él en español y lo llamaban por su nombre, Sol, señor Sol, y el señor Sol les contestaba en español y en ocasiones él también llamaba por sus nombres a los periodistas mexicanos. Un periodista norteamericano, un tipo grande y de cara cuadrada, le preguntó si era políticamente correcto traer a Pickett a pelear a Santa Teresa.

– ¿Qué quiere decir políticamente correcto? -le preguntó el apoderado.

El periodista iba a contestar, pero el apoderado se le adelantó.

– El boxeo -dijo- es un deporte y el deporte, como el arte, está más allá de la política. No mezclemos deporte con política, Ralph.

– Si lo he interpretado correctamente -dijo el tal Ralph-, usted no tiene miedo de traer a Count Pickett a Santa Teresa.

– Count Pickett no le teme a nadie -dijo el apoderado.

– No ha nacido quien pueda vencerme -dijo Count Pickett.

– Bueno, Count es un hombre, a la vista está. La pregunta entonces sería: ¿ha venido alguna mujer en su grupo? -dijo Ralph.

Un periodista mexicano que estaba en el otro extremo se levantó y lo mandó a la chingada. Otro que estaba no lejos de Fate le gritó que no insultara a los mexicanos si no quería que le dieran una patada en la boca.

– Cállese la bocota, buey, o se la parto.

Ralph pareció no oír los insultos y siguió de pie, con apariencia tranquila, esperando la respuesta del apoderado. Unos periodistas norteamericanos que estaban en una esquina del cuadrilátero, junto a unos fotógrafos, miraron al apoderado con gesto interrogante. El apoderado carraspeó y luego dijo:

– No ha venido ninguna mujer con nosotros, Ralph, usted ya sabe que nunca viajamos con mujeres.

– ¿Ni siquiera la señora Alversohn?

El apoderado se rió y algunos periodistas lo secundaron.

– Usted sabe muy bien que a mi mujer no le gusta el boxeo, Ralph -dijo el apoderado.

– ¿De qué demonios estaban hablando? -le preguntó Fate a Chucho Flores mientras desayunaban en un bar cercano al pabellón Arena del Norte.

– De los asesinatos de mujeres -dijo Chucho Flores con desánimo -. Florecen -dijo-. Cada cierto tiempo florecen y vuelven a ser noticia y los periodistas hablan de ellos. La gente también vuelve a hablar de ellos y la historia crece como una bola de nieve hasta que sale el sol y la pinche bola se derrite y todos se olvidan y vuelven al trabajo.

– ¿Vuelven al trabajo? -preguntó Fate.

– Los jodidos asesinatos son como una huelga, amigo, una jodida huelga salvaje.

La equivalencia entre asesinatos de mujeres y huelga era curiosa. Pero asintió con la cabeza y no dijo nada.

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