El coche de Fate iba detrás del coche de los periodistas mexicanos que querían entrevistar a Merolino Fernández. El cuartel del boxeador mexicano estaba instalado en un rancho de las afueras de Santa Teresa y sin la ayuda de los periodistas hubiera sido imposible encontrarlo. Cruzaron un barrio periférico a través de una telaraña de calles sin asfaltar y sin alumbrado eléctrico. Por momentos, después de rodear potreros y lotes baldíos donde se acumulaba la basura de los pobres, uno tenía la impresión de que estaban a punto de salir a campo abierto, pero entonces volvía a surgir otro barrio, esta vez más antiguo, de casas de adobe, alrededor de las cuales habían crecido chamizos hechos con cartón, con planchas de zinc, con viejos embalajes que resistían el sol y las lluvias ocasionales y que el paso del tiempo parecía haber petrificado. Allí no sólo las plantas silvestres eran distintas sino que hasta las moscas parecían pertenecer a otra especie. Después se dejó ver un camino de terracería camuflado por el horizonte que empezaba a ennegrecer y que corría paralelo a una acequia y unos árboles cubiertos de polvo. Aparecieron las primeras cercas. El camino se estrechó.
Aquello era una senda de carretas, pensó Fate. De hecho, las rodadas de las carretas eran visibles, pero tal vez sólo fueran las huellas del paso de viejos camiones de ganado.
El rancho donde estaba instalado Merolino Fernández era un conjunto de tres casas bajas y alargadas alrededor de un patio de tierra reseca y dura como el cemento en donde habían levantado un ring de apariencia inestable. Cuando llegaron el ring estaba vacío y en el patio sólo había un hombre durmiendo sobre una tumbona de paja que se despertó con el ruido de los motores. El tipo era grande y entrado en carnes y su rostro estaba lleno de cicatrices. Los periodistas mexicanos lo conocían y se pusieron a hablar con él. Se llamaba Víctor García y en el hombro derecho llevaba un tatuaje que a Fate le pareció interesante. Un hombre desnudo, visto de espaldas, se arrodillaba en el atrio de una iglesia. A su alrededor por lo menos diez ángeles con formas femeninas surgían volando de la oscuridad, como mariposas convocadas por los ruegos del penitente.
Todo lo demás era oscuridad y formas vagas. El tatuaje, aunque era formalmente bueno, daba la impresión de que se lo habían hecho en la cárcel y que el tatuador carecía, si no de experiencia, sí de herramientas y tintas, pero su argumento resultaba inquietante. Cuando preguntó a los periodistas quién era aquel hombre, le respondieron que uno de los sparrings de Merolino.
Después, como si los hubiera estado observando por una ventana, salió al patio una mujer con una bandeja con refrescos y cervezas frías.
Al cabo de un rato apareció el preparador del boxeador mexicano vestido con una camisa blanca y un suéter blanco y les preguntó si preferían hacerle las preguntas a Merolino antes o después del entrenamiento. Lo que usted prefiera, López, dijo uno de los periodistas. ¿Les han traído algo de comer?, preguntó el preparador mientras se sentaba alrededor de los refrescos y la cerveza. Los periodistas dijeron que no con la cabeza y el preparador, sin levantarse de su asiento, mandó a García a que fuera a la cocina y se trajera alguna botana. Antes de que García volviera vieron aparecer a Merolino por una de las sendas que se perdía en el desierto, seguido de un tipo negro vestido con chándal que intentaba hablar español y que sólo decía palabrotas. Al entrar al patio del rancho no saludaron a nadie y se dirigieron a un abrevadero de cemento en donde se lavaron la cara y los torsos ayudados por un balde. Sólo después, sin secarse y sin volverse a poner la parte superior del chándal, fueron a saludar.
El negro era de Oceanside, California, o al menos allí había nacido aunque luego se crió en Los Ángeles, y se llamaba Omar Abdul. Trabajaba como sparring de Merolino y le dijo a Fate que tal vez se quedara a vivir un tiempo en México.
– ¿Qué harás después de la pelea? -dijo Fate.
– Sobrevivir -dijo Omar-, ¿no es eso lo que hacemos todos?
– ¿De dónde sacarás el dinero?
– De cualquier parte -dijo Omar-, éste es un país barato.
Cada pocos minutos, sin que viniera a cuento, Omar sonreía.
Tenía una hermosa sonrisa que realzaba con una perilla y un bigotillo de artesanía. Pero, también, cada pocos minutos ponía cara de enfado, y entonces la perilla y el bigotillo adquirían un aspecto amenazador, de indiferencia suprema y amenazante.
Cuando Fate le preguntó si era boxeador o si había hecho algunos combates de boxeo en alguna parte, le respondió que «había peleado», sin dignarse a más explicaciones.
Cuando le preguntó por las posibilidades de victoria de Merolino Fernández, dijo que eso nunca se sabía hasta que sonaba la campana.
Mientras los boxeadores se vestían Fate se puso a caminar por el patio de tierra y a mirar los alrededores.
– ¿Qué miras? -oyó que le decía Omar Abdul.
– El paisaje -dijo-, es un paisaje triste.