– ¿Tienes hambre? -le preguntó el mexicano. Fate dijo que sí. El mexicano se rió y puso música. Escuchó un acordeón y unos gritos lejanos, no de dolor ni de felicidad, sino energía que se bastaba a sí misma y que se consumía a sí misma. Chucho Flores sonrió y la sonrisa se le quedó incrustada en la cara, sin dejar de conducir y sin mirarlo a los ojos, con la vista al frente, como si le hubieran instalado en el cuello un collarín ortopédico de acero, mientras los aullidos se iban acercando a los micrófonos y las voces de unos tipos a los que Fate conjeturó caras patibularias echaban a cantar o seguían gritando, menos que al principio del disco, y dando vivas no se sabía bien a qué.
– ¿Qué es esto? -dijo Fate.
– Jazz de Sonora -dijo Chucho Flores.
Cuando volvió al motel eran las cuatro de la mañana.
Aquella noche se había emborrachado y luego se le había ido la borrachera y luego se había vuelto a emborrachar y ahora, delante de su habitación, se le había ido otra vez la borrachera, como si lo que bebían los mexicanos no fuera alcohol de verdad sino agua con efectos hipnóticos de corta duración. Durante un rato, sentado sobre el maletero del coche, estuvo mirando los camiones que pasaban por la carretera. La noche era fresca y llena de estrellas. Pensó en su madre y en lo que ésta debía de pensar durante las noches de Harlem sin asomarse a la ventana a ver las pocas estrellas que brillaban allí, sentada delante del televisor o fregando platos en la cocina, mientras del televisor encendido salían risas, negros y blancos riéndose, contándose chistes que a ella tal vez le hicieran gracia, aunque lo más probable es que ni siquiera prestara demasiada atención a lo que decían, ocupada en fregar los platos que acababa de ensuciar y la olla que acababa de ensuciar y el tenedor y la cuchara que acababa de ensuciar, con una tranquilidad que probablemente, pensó Fate, significaba algo más que simple tranquilidad, o tal vez no, tal vez esa tranquilidad sólo significaba tranquilidad y algo de cansancio, tranquilidad y brasas consumidas, tranquilidad y apaciguamiento y sueño, que finalmente es, el sueño, la fuente y también el refugio último de la tranquilidad.
Pero entonces, pensó Fate, la tranquilidad no es sólo tranquilidad. O el concepto de tranquilidad que tenemos está equivocado y la tranquilidad o los territorios de la tranquilidad en realidad no son más que un indicador de movimiento, un acelerador o un desacelerador, depende.
Al día siguiente se levantó a las dos de la tarde. Lo primero que recordó fue que antes de acostarse se había sentido mal y había vomitado. Miró a los lados de la cama y luego fue al baño pero no encontró ni un solo rastro de vómito. Sin embargo, mientras dormía, se había despertado dos veces, y en ambas ocasiones olió el vómito: un olor a podrido que emanaba de todos los rincones de la habitación. Estaba demasiado cansado para levantarse y abrir las ventanas y había seguido durmiendo.
Ahora el olor había desaparecido y no encontró ni un solo rastro de que hubiera vomitado la noche anterior. Se duchó y luego se vistió pensando que aquella noche, después del combate, se subiría a su coche y volvería a Tucson, donde intentaría tomar un vuelo nocturno a Nueva York. No iba a acudir a la cita con Guadalupe Roncal. ¿Para qué entrevistar al sospechoso de una serie de asesinatos si luego no le iban a publicar la historia?
Pensó en llamar y reservar billete desde el motel, pero a última hora decidió hacerlo más tarde, desde uno de los teléfonos del Pabellón Arena o desde el Sonora Resort. Después guardó sus cosas en la maleta y se acercó a la recepción a cancelar su cuenta. No es necesario que se vaya ahora, le dijo el recepcionista, le cobro lo mismo que si se marcha a las doce de la noche.
Fate le dio las gracias y se guardó la llave en un bolsillo, pero no sacó la maleta del coche.
– ¿Quién cree que va a ganar? -le preguntó el recepcionista.
– No lo sé, en esta clase de peleas puede pasar cualquier cosa -dijo Fate como si toda su vida hubiera sido corresponsal deportivo.
El cielo era de un azul intenso apenas rayado por unas nubes con forma de cilindros que flotaban por el este y que avanzaban hacia la ciudad.
– Parecen tubos -dijo Fate desde la puerta abierta de la recepción.
– Son cirros -dijo el recepcionista-, cuando lleguen a la vertical de Santa Teresa habrán desaparecido.
– Es curioso -dijo Fate sin moverse del quicio de la puerta -, cirro significa duro, viene del griego
– No -dijo el recepcionista-, son nubes de las capas altas de la atmósfera, si bajan o suben un poquito, sólo un poquito, desaparecen.