En el Pabellón Arena del Norte no encontró a nadie. La puerta principal estaba cerrada. En las paredes, unos carteles prematuramente envejecidos anunciaban la pelea FernándezPickett. Algunos habían sido arrancados y sobre otros unas manos desconocidas habían pegado carteles nuevos que anunciaban conciertos de música, bailes populares, incluso el cartel de un circo que se hacía llamar Circo Internacional.
Fate dio la vuelta al edificio. Se topó con una mujer que arrastraba un carrito de jugos frescos. La mujer tenía el pelo largo y negro y llevaba unas faldas que le caían hasta los tobillos.
Entre los bidones de agua y los baldes con hielo asomaban la cabeza dos niños. Al llegar a la esquina la mujer se detuvo y empezó a montar una especie de parasol con tubos metálicos. Los niños bajaron del carrito y se sentaron en la acera, con las espaldas apoyadas en la pared. Durante un rato Fate se quedó inmóvil contemplándolos y contemplando la calle rigurosamente deshabitada. Cuando reemprendió la marcha apareció por la esquina contraria otro carrito y Fate se detuvo nuevamente. El tipo que arrastraba el nuevo carrito saludó con la mano a la mujer. Ésta apenas movió la cabeza en señal de reconocimiento y empezó a sacar de uno de los laterales de su vehículo unos enormes jarros de vidrio que fue depositando en un aparador portátil. El tipo recién llegado vendía maíz y su carrito humeaba.
Fate descubrió una puerta trasera y buscó un timbre pero no había ninguna clase de timbre así que tuvo que golpear con los nudillos. Los niños se habían acercado al carrito de maíz y el hombre sacó dos mazorcas, las untó con crema, les espolvoreó queso y luego algo de chile y se las dio. Mientras esperaba Fate pensó que el hombre del maíz tal vez era el padre de los niños y que su relación con la madre, la mujer de los jugos, no era buena, de hecho era posible que estuvieran divorciados y que sólo se vieran cuando coincidían sus ocupaciones laborales. Pero evidentemente eso no podía ser real, pensó. Luego volvió a golpear y nadie le abrió.
En el bar del Sonora Resort encontró a casi todos los periodistas que iban a cubrir el combate. Vio a Campbell conversando con un tipo con pinta de mexicano y se acercó a él, pero antes de llegar se dio cuenta de que Campbell estaba trabajando y no quiso interrumpirlo. Cerca de la barra vio a Chucho Flores y lo saludó desde lejos. Chucho Flores estaba acompañado por tres tipos que parecían ex boxeadores y su saludo no fue muy efusivo. Buscó una mesa vacía en la terraza y se sentó.
Durante un rato estuvo observando a la gente que se levantaba de las mesas y se saludaba dándose largos abrazos o se gritaba de una punta a otra, y vio el trasiego de los fotógrafos que disparaban sus cámaras haciendo y deshaciendo grupos a su antojo, y el desfile de la gente importante de Santa Teresa, rostros que no le sonaban de nada, mujeres jóvenes y bien vestidas, tipos altos con botas vaqueras y trajes de Armani, jóvenes con los ojos brillantes y las mandíbulas endurecidas que no hablaban y que se limitaban a mover la cabeza de forma afirmativa o negativa, hasta que se aburrió de esperar a que el camarero le trajera una bebida y se marchó dando codazos, sin mirar atrás, sin importarle dejar a sus espaldas uno o dos o tres insultos en español que no entendió y que si hubiera entendido tampoco habrían constituido un pretexto suficiente para retenerlo.
Comió en un restaurante del este de la ciudad, bajo un patio emparrado y fresco. Al fondo del patio, junto a una cerca de alambre y sobre el suelo de tierra, había tres futbolines. Durante unos minutos estuvo contemplando la carta, sin entender nada. Luego intentó explicarse mediante signos, pero la mujer que lo atendía sólo atinaba a sonreír y a encogerse de hombros.
Al cabo de un rato apareció un hombre, pero el inglés que utilizaba le resultó aún más ininteligible. Sólo entendió la palabra pan. Y la palabra cerveza.
Luego el hombre desapareció y se quedó solo. Se levantó y se acercó al extremo del emparrado, junto a los futbolines. Uno de los equipos llevaba camiseta blanca y pantalones verdes, el pelo negro y la piel de un color crema muy pálido. El otro equipo iba vestido de rojo, con pantalones negros, y todos los jugadores exhibían una poblada barba. Lo más curioso, sin embargo, era que los jugadores del equipo de rojo exhibían unos diminutos cuernos en la frente. Los otros dos futbolines eran exactamente iguales.
En el horizonte vio un cerro. El color del cerro era amarillo oscuro y negro. Supuso que más allá estaba el desierto. Sintió deseos de salir y dirigirse hacia el cerro, pero cuando se dio la vuelta sobre su mesa la mujer había puesto una cerveza y una especie de sándwich muy gordo. Dio una mordida y le gustó.