El boxeador caído se levantó y el público volvió a gritar.
Fate alzó una mano, con la palma hacia el gordo, y se retiró.
Cuando volvió al pasillo principal oyó que lo llamaban.
Miró hacia todos lados pero no vio a nadie. Fate, Oscar Fate, gritaron. El boxeador que se acababa de levantar se abrazó a su oponente. Éste intentó deshacer el clinch proyectando una batería de golpes al estómago mientras retrocedía. Aquí, Fate, aquí, gritaron. El árbitro deshizo el clinch. El boxeador que se acababa de levantar amagó con atacar pero retrocedió con pasos lentos esperando la campana. Su oponente también retrocedió.
El primero llevaba un pantalón blanco y tenía el rostro cubierto de sangre. El segundo llevaba un pantalón a rayas negras, violetas y rojas y parecía sorprendido de que el otro aún no estuviera en el suelo. Oscar, Oscar, estamos aquí, gritaron.
Cuando sonó la campana el árbitro se acercó a la esquina del boxeador del pantalón blanco y pidió mediante gestos que subiera un médico. El médico, o lo que fuera, le examinó una ceja y dijo que el combate podía continuar.
Fate se volvió y trató de localizar a quienes lo llamaban. La mayoría de los espectadores se había levantado de su asiento y no pudo ver a nadie. Cuando comenzó el siguiente round el boxeador del pantalón a rayas se lanzó dispuesto a conseguir la victoria por knock out. Durante los primeros segundos el otro le plantó cara, pero luego se abrazó a él. El árbitro los separó varias veces. El hombro del boxeador del pantalón a rayas estaba manchado con la sangre del otro. Fate se acercó lentamente a las localidades de ringside. Vio a Campbell leyendo una revista de básketbol, vio a otro periodista norteamericano tomando notas despreocupadamente. Uno de los camarógrafos había instalado su cámara sobre un trípode y el chico de la iluminación que estaba a su lado mascaba chicle y le miraba de tanto en tanto las piernas a una señorita sentada en primera fila.
Oyó otra vez su nombre y se volvió. Creyó ver a una mujer rubia que le hacía señas con las manos. El boxeador del pantalón blanco volvió a caer. El protector bucal saltó de sus labios y atravesó el ring hasta detenerse justo al lado de donde estaba Fate. Por un momento pensó en arrodillarse y recogerlo, pero luego le dio asco y siguió quieto, mirando el cuerpo desmadejado del boxeador que oía la cuenta de protección del árbitro y luego, antes de que éste señalara con los dedos el número nueve, volvía a levantarse. Va a pelear sin protector, pensó, y entonces se agachó y buscó el protector pero no lo encontró.
¿Quién lo ha cogido?, pensó. ¿Quién demonios ha cogido el jodido protector si yo no me he movido y no he visto a nadie hacerlo?
Cuando la pelea terminó por los altavoces sonó una canción que reconoció como una de aquellas que Chucho Flores había definido como jazz de Sonora. Los espectadores de las localidades más baratas lanzaron gritos de júbilo y luego se pusieron a cantar la canción. Tres mil mexicanos encaramados en la galería del Pabellón Arena cantando al unísono la misma canción.
Fate intentó mirarlos pero la iluminación, focalizada en el centro, dejaba aquella zona a oscuras. El tono de las voces, le pareció, era grave y desafiante, un himno de guerra perdida interpretado en la oscuridad. En la gravedad sólo había desesperanza y muerte, pero en el desafío era dable percibir la punta de un humor corrosivo, un humor que sólo existía en función de sí mismo y de los sueños, sin importar la duración que éstos tuvieran. Jazz de Sonora. En los asientos de abajo algunos también entonaban la canción, pero no eran demasiados. La mayoría prefería conversar o beber cerveza. Vio a un niño con una camisa blanca y pantalones negros corretear pasillo abajo. Vio al tipo que vendía cervezas avanzar pasillo arriba canturreando la canción. Una mujer con los brazos en jarra se reía de lo que le decía un hombre bajito y con un bigote diminuto. El hombre bajito gritaba pero su voz apenas se oía. Un grupo de hombres daban la impresión de conversar sólo con el movimiento de sus mandíbulas (y éstas sólo expresaban desprecio o indiferencia).
Un tipo miraba el suelo y hablaba solo y sonreía. Todo el mundo parecía feliz. Justo en ese momento, como si tuviera una revelación, Fate comprendió que casi todos los que estaban en el Pabellón Arena creían que Merolino Fernández iba a ganar la pelea. ¿Qué los llevaba a semejante certeza? Por un momento creyó saberlo pero la idea se le escapó como agua de las manos. Mejor así, pensó, pues la sombra escurridiza de aquella idea (otra idea tonta) tal vez fuera capaz de destruirlo de un solo zarpazo.